_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La autocrítica por la base

Desde que reapareció tras el franquismo, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) ha tenido serias dificultades para hacer valer su doble identidad fundacional -nacionalista y de izquierdas- en un escenario político muy distinto de aquel de los años 1930 que la había visto nacer y triunfar. Un nuevo escenario en el cual el espacio nacionalista estaba hegemonizado por una fuerza (CDC-CiU) mucho más interclasista y poliédrica que la Lliga, mientras sobre el territorio de las izquierdas se asentaban competidores (el PSC y el PSUC, después ICV) mucho más temibles en las urnas que la CNT apolítica y la FAI antipolítica.

Esquerra, pues, hubo de aprender a moverse entre esos dos potentes campos gravitatorios, acentuando una u otra de sus dos filiaciones según las circunstancias, y sacando de ello réditos a corto plazo. El peligro residía en que uno de los dos grandes planetas situados a sus flancos la absorbiera en su órbita, porque entonces el viejo partido de Macià se estrellaba. Entre 1980 y 1987, primero como socio parlamentario y después como partner de gobierno, ERC se vio satelizada por Convergència, y cayó de 14 diputados a 6. Entre 2003 y 2010 se situó demasiado cerca del PSC dentro de la galaxia del tripartito, y ha pasado de 23 diputados a 10, entre otros descalabros.

Era ilusoria la teoría de que, invistiendo presidente a José Montilla, el Baix Llobregat se haría independentista

Con todo, las dos experiencias de colaboración gubernamental de la Esquerra posfranquista han sido de naturaleza muy distinta. La de los años de Barrera y, sobre todo, de Hortalà era una apuesta fundamentalmente alimenticia, destinada a darle al partido visibilidad institucional, algunos cargos y recursos materiales para salir del paso, sin objetivos a medio o largo plazo. La del tripartito de izquierdas, en cambio, fue una opción estratégica madurada como mínimo desde el 2000, objeto de múltiples teorizaciones a partir de su puesta en marcha y que pretendía, nada menos, darle la vuelta al mapa político catalán, instaurando la hegemonía de "la izquierda independentista" (es decir, de ERC) sobre las ruinas de CiU y la fagocitación programática del PSC. Es desde la altura de tales ambiciones que debe medirse la amplitud del desplome. Y es esa amplitud la que exigía una rigurosa autocrítica.

No ha habido tal cosa. Sí, por supuesto, que Joan Puigcercós y el resto de la dirección asumieron sus responsabilidades y adelantaron un año el congreso del partido. Pero ni ellos ni, sobre todo, los grandes apologetas republicanos del tripartito -no hace falta dar nombres, sus textos están ahí- han publicado una línea admitiendo que se equivocaron, que sus previsiones acerca del declive del eje identitario en beneficio del eje ideológico izquierda-derecha eran ilusorias, tanto como su teoría de que, invistiendo presidente a José Montilla, el Baix Llobregat se haría independentista...

Y, en ausencia de un mea culpa desde arriba, las bases han impuesto la autocrítica desde abajo. Tal es, a mi juicio, el factor que explica la imparable irrupción del novel Oriol Junqueras: alguien desvinculado de la experiencia del tripartito, que se desentiende de ella y apuesta más bien por la transversalidad nacionalista. Tal es, también, la clave de la derrota -en las primarias del pasado sábado- de Joan Ridao: un político sólido y un excelente parlamentario que, sin embargo, no ha hallado en los últimos 10 meses el momento de reconocer que, además de sufrir fallos de ejecución, la fórmula tripartita tenía graves problemas de diseño.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Así las cosas, y a la espera del inminente 26º congreso, Esquerra va a estrenar una nueva etapa bajo serios interrogantes de todo tipo: estratégicos (la alternativa a la alianza de izquierdas tampoco es echarse en brazos de CiU), tácticos (no será fácil dirigir el partido durante tres años desde la alcaldía de Sant Vicenç dels Horts, con los máximos líderes fuera del Parlament) y electorales. Que, en las primarias del sábado, participase menos del 40% de la militancia indica un desánimo y una desmovilización inquietantes de cara al próximo 20 de noviembre.

Joan B. Culla i Clarà es historiador

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_