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Columna
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Segundas partes

Lo detalla el manual de las sagas de terror: el asesino mata en la primera entrega con alguna excusa -un trauma de la infancia, un rechazo sentimental- que dulcifique ante el espectador la irrupción en casa ajena, el tiroteo, el cuchillo hundiéndose en la carne. En cambio, la secuela lo complicará todo: en ocasiones surge más de un psicópata, otras veces los motivos se retuercen hasta la inverosimilitud -se trata de cine- o no existen más allá del placer de la sangre, y el final te sorprende o incluso te condena a la estupefacción. Abandonas la sala -entonces- mascullando que sí, que una segunda parte jamás supera a la primera, que exprimen a los personajes para sacar dinero a los fans, y te prometes que no picarás de nuevo, pero también pasas por taquilla en la tercera, en la cuarta, y etcétera. A cada nueva entrega el monstruo ruge más, el antagonista gana en ferocidad y se le espera menos, sufren nuestros héroes y nosotros con ellos.

Se ataca directamente a la educación que todos pagamos, porque todos la merecen

Ignoro si algún periódico -en esas entrevistas sobre destinos vacacionales y recuerdos de infancia- consultó a Lucía Figar sus lecturas de verano, pero no me extrañaría que mencionase un libro con las instrucciones para construir una historia terrorífica en varios tomos. Algo así como un Scream de la educación pública: con sus tormentos ante lo que se avecina, sus impotencias por lo que -y cómo- ocurre, sus nostalgias de tiempos felices. El escenario coincide, un instituto de enseñanza secundaria -los nuestros sin taquillas ni jardines-, y también se repiten algunos elementos: el temor, los gritos -allí por el descubrimiento de un cadáver, aquí justificados y en una manifestación-, los adolescentes que en la película escapan para proteger su vida y aquí huyen a la concertada o a la privada, o parten en clara desventaja para los siguientes filmes.

Ya conocen la historia: se obliga a los profesores a impartir dos horas más de clase, que deben restar al tiempo que dedicaban a prepararlas y corregir, o regalar al mundo su tiempo y ocuparse de eso fuera de clase, y dinamitar desdobles y refuerzos y guardias y actividades extraescolares. Además, se manda al paro a 3.000 interinos, aunque ahora Lucía Figar se compromete a enviar a un profesor allá donde resulte necesario, quién sabe si a impartir su materia o aquella que le caiga del cielo de los caprichos burocráticos. Porque el tramo de la mitad resulta más confuso: pistas que nos invitan a culpar a un inocente de los crímenes -nos lo demostrarán con su muerte en la antepenúltima escena-, flash backs de los que nos enteramos al hilar impresiones en la conversación posterior, profesores de Educación Física que imparten Plástica y Música o Lengua, o de Música que explicarán Matemáticas, y docentes de Lengua a los que corresponde Latín mientras Lengua recae en un profesor de Geografía, etcétera. Se trata de casos reales: con nombres y apellidos -los de quien debe improvisar conocimientos contrarios a los su especialidad, los de los alumnos que padecen el desbarajuste-, en institutos concretos, que se quejan y a cambio reciben expedientes.

(Este tipo de cine, para rebajar la tensión, incluye historias de amor y algún chiste fácil. El primer ingrediente no ha asomado aún por esta trama, pero el segundo lo ha conseguido por todo lo alto, con Esperanza Aguirre exigiendo la dimisión del ministro de Educación, que tiene mucha rima y poca risa).

Ese ejemplar de la guía para sagas de terror de Lucía Figar yo lo imagino como los apuntes de una asignatura importantísima: subrayado con varios colores, trufado de esquemas en los márgenes, tomando buena nota en el pósit con el que señalará una página importante. Y en hoja aparte, en paralelo a la lectura, sus propuestas para el terror educativo: recortar, recortar, no importando el daño que cause la tijera ni las consecuencias. Disculpen que insista, pero me parece que pocos descuidos nos perjudican más que el silencio o la pasividad ante esta situación: no hablamos ya de privilegios de otras opciones educativas frente a la pública, sino que se ataca directamente a la educación que todos pagamos, porque todos la merecen. El final de la película se lo saben de memoria: persecución, amago de drama porque a uno de los protagonistas le clavan el machete a unos centímetros de la yugular, resurrecciones felices aunque incomprensibles, todo el jaleo. Uno no paga -la entrada y las palomitas, los impuestos- para que los últimos minutos le entristezcan, ni para que las segundas partes -o terceras, o cuartas: una saga bien diseñada tiene que estirarse como el chicle- le dejen frío. Sin embargo, esto no es una película: se trata de la vida. Y, dicho mediante, la realidad supera a la ficción.

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