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Columna
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Políticos en bancarrota

Hubo un momento en el que el poder de los Estados era mayor que el de los mercados. Aquellos monarcas absolutos podían endeudarse prácticamente sin límites con el fin de financiar sus guerras dinásticas, proyectos ilustrados o caprichos personales. Cuando la situación se hacía insostenible, se declaraba una quiebra y se volvía a empezar. En algunos casos, como en Francia, las quitas de deuda se hacían por un método tan expeditivo como el de ejecutar a los banqueros: muerto el acreedor, se acabó la deuda. Comparando a aquellos gobernantes con los de hoy, humillados por las agencias de calificación, supervisados al milímetro por instituciones internacionales de todo tipo y pelaje y escrutados en sus decisiones por los tribunales constitucionales, estos deben sentirse unos miserables. Incluso Angela Merkel parece tan impotente y tan sometida a presiones como el resto de sus colegas europeos.

Los mercados nos empujan a expropiar a los gobernantes la política fiscal y situarla bien lejos

Curiosamente, esto no fue siempre así. Hasta el siglo XIX, que la hacienda pública quebrara no parecía algo de lo que avergonzarse, más bien al revés: algunos ministros de Hacienda sostenían que una bancarrota de cuando en cuando era una manera eficaz de poner las cosas en orden y volver a empezar. De hecho, las bancarrotas eran algo que solo los países ricos se podían permitir y, de alguna manera, reflejaban el poder del Estado y de su monarca. No es una casualidad que entre 1300 y 1799, España se declarara en bancarrota nada menos que seis veces y Francia, coincidiendo con la expansión de su poder en Europa, ocho. Pero al comienzo del siglo XIX, Francia estabilizó sus finanzas públicas (su última bancarrota se produjo en 1812), mientras que España siguió su senda de bancarrotas con nada menos que otras ocho quiebras entre 1809 y 1882. Llegados al siglo XX, el relevo lo tomaron Alemania, Austria y Polonia, que quebraron en dos ocasiones cada una antes de la II Guerra Mundial.

Observando esta trayectoria, da la impresión de que, desde la noche de los tiempos del Estado moderno, una gran parte de la actividad política ha consistido en poco más que en buscar la manera adecuada de expropiar a los gobernantes de su capacidad de gastar el dinero de los ciudadanos o, alternativamente, en atarlos en corto y obligarles a rendir cuentas por ello. En la fórmula clásica (no taxation without representation), la burguesía y la monarquía pactaron que la primera pagaría impuestos y, a cambio, la segunda compartiría su soberanía. De ahí que las 13 colonias estadounidenses rechazaran pagar impuestos a una corona, la británica, en cuyo Parlamento no se sentaban. Y de ahí que, todavía hoy, muchos Estados rentistas, que no obtienen sus ingresos de sus ciudadanos sino de recursos naturales como el petróleo o el gas (piénsese en Arabia Saudí), puedan permitirse el lujo de no cobrarles impuestos y, a cambio, no concederles derechos políticos ni capacidad de controlar las finanzas públicas.

El caso es que pese a todos los controles instaurados por los parlamentos nacionales, estos no han sido capaces históricamente de controlar de forma eficaz las ansias deficitarias e inflacionistas de los gobernantes. Así que, comoquiera que estos han seguido con el viejo y feo vicio de imprimir dinero para cancelar sus deudas y alimentar sus posibilidades de reelección, las democracias contemporáneas optaron en la segunda mitad del siglo pasado por transferir la política monetaria a bancos centrales independientes. En el caso europeo hemos ido todavía más lejos, pues hemos transferido la política monetaria a los bancos centrales y, luego, al Banco Central Europeo. Pero muchos gobernantes, con ese sexto sentido que el ludópata tiene para encontrar recursos con los que seguir jugando compulsivamente, encontraron en la política fiscal nuevas posibilidades de endeudarse para financiar y maximizar sus posibilidades de reelección. Por eso, al igual que en su momento los mercados nos empujaron a quitar de sus manos la política monetaria, ahora nos empujan a expropiarles la política fiscal y situarla bien lejos (también en Bruselas). Esta solución puede que sea eficaz desde el punto de vista económico, pero vacía casi por completo a los Parlamentos nacionales y abre un interrogante democrático de primer orden que deberíamos discutir con un tiempo y una calma que, lamentablemente, no tenemos.

Al fin y al cabo, la historia nos enseña que sin impuestos no hay democracia y sin democracia, los impuestos son ilegítimos. Por eso, si vamos hacia una política fiscal común y una hacienda común, necesitaremos replantearnos el alcance, sentido e instituciones de la unión política que acompañe a esas políticas. ¿Serán los impuestos (europeos) los que nos traigan la democracia (europea)?

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