Trípoli, seis meses después
En un viaje desde Misrata, el autor describe la situación en los barrios de la capital de Libia, liberada el 20 de julio por las columnas del ejército insurgente
Podía entrar por Túnez y tomar la carretera de la costa.
Podía regresar a Zintan y volver a bajar el Djebel Nefusa por Gharyan.
O podía volar de Bengasi a Misrata y seguir la vía abierta el sábado anterior por las columnas insurgentes que asestaron el golpe final que el general Ramadan Zarmuh anunciaría a Sarkozy el pasado 20 de julio.
Escogí la tercera solución.
En Misrata, me encuentro con el general Zarmuh, que pone a nuestra disposición dos de esos acorazados rodantes que vi fabricar en los talleres clandestinos de la ciudad durante el asedio.
Dejamos atrás Ziten, Kaam y Khoms, esos antiguos bastiones gadafistas cuyos nombres nos apuntó en París, en un pedazo del mantel de papel, mientras juraba que, si recibía las armas apropiadas, los tomaría sin dificultad en unas pocas horas.
Ziten, Kaam... Exbastiones gadafistas que el general Zarmuh juró tomar en pocas horas si tenía las armas apropiadas
Abu Salim es el único barrio, junto con Machrur, en el que nos desaconsejan entrar: allí todavía hay combates
Al principio, hay que pasar algunas barreras: construidas con arena solidificada y contenedores volcados, son las mismas que marcaban la reconquista de Tripoli Street por los rebeldes en el interior de la ciudad mártir. Después, la carretera se hace más fluida; apenas algunos puestos de control en los que ondea la bandera libia de la antigua monarquía y, a menudo, la bandera de la República Francesa.
En menos de dos horas, llegamos a una cornisa cubierta por un sinfín de palmeras que bordean una costa magnífica: a la derecha, un puerto comercial desierto; luego, un puerto militar abandonado y, a lo lejos, en la rada, unos navíos que parecen barcos fantasma; a la izquierda, los esqueletos de unas construcciones faraónicas que debían ser el orgullo del régimen, pero han sido interrumpidas de golpe y solo quedan unas grúas; y luego, de repente, aparece una plaza delante de mí, la plaza Verde, ese símbolo del régimen, la Heidenplatz del tirano derrocado, el foro en el que convocaba y arengaba a sus partidarios.
Lo primero que llama la atención es el tamaño de esta plaza, más pequeña que en las fotos y en mi imaginación.
Seguramente a causa del Ramadán, está sorprendentemente vacía, casi desierta; apenas unas docenas de hombres, no más, que se acercan y disparan ráfagas de alegría. Pero, ya sea porque el rumor de la llegada de unos extranjeros se ha extendido o porque la excitación de los chebabs [jóvenes combatientes] de nuestra escolta, que también han empezado a disparar salvas de honor, llama la atención, el caso es que la gente empieza a afluir, cada vez más numerosa y, blandiendo sus armas hacia el cielo, se suman a la diversión.
Yo improviso algunas palabras: "Gran día... belleza de una ciudad que se libera... imágenes de la liberación de París... Libia libre entre vuestras manos... nada de excesos ni venganza".
Los jóvenes gritan: "Alá Akbar", yo contesto "Lybia Hora".
Ellos aclaman a Francia y yo, a la primavera libia.
Al cabo de unos veinte minutos, como el ruido de las ráfagas impide que nos entendamos y, además, parece que algunos terminan por reconocer a un francés cuya imagen lleva meses apareciendo en la televisión de Gadafi, que lo sataniza continuamente, y se ponen a filmarlo con los teléfonos móviles, nuestros amigos libios nos invitan a marcharnos.
Llegamos a las inmediaciones de Bab el Azizia, el antiguo cuartel general del Guía, donde reina otra forma de efervescencia: parece que han detenido a un francotirador.
Volvemos a partir hacia el sur, al barrio de Abu Salim, que es el único, junto con el vecino barrio de Machrur, en el que nos desaconsejan entrar: parece que allí todavía hay combates.
Buscamos la Embajada de Francia. "¿La antigua o la nueva?", pregunta un quincuagenario vestido de traje. Evidentemente, nosotros no tenemos ni idea y él nos guía por el barrio de Al Andalus, a través de unas calles desiertas pero libres, hasta un pequeño edificio blanco, banal, con unos balcones cúbicos, aparentemente vandalizado.
Muy cerca de allí, nos encontramos con un hombre, lanzacohetes en ristre, que dice habernos visto el mes pasado en Zintan y quiere llevarnos a un centro de detención secreto en el que los gadafistas, en plena desbandada, habrían procedido a ejecutar a decenas de prisioneros.
Más lejos, en el barrio de Qarqash, en una arteria bordeada por edificios de estilo colonial que recuerdan al barrio italiano de Tánger, nos enseñan el emplazamiento de un antiguo centro de entrenamiento para mujeres soldado.
Y por fin Tajura, ese suburbio al que las brigadas de élite del ejército de Misrata llegaron durante la noche del sábado al domingo y donde Mohamed Chaboun, un joven comandante que se apoya en unas muletas, nos cuenta la operación: él estaba con el general Zarmuh en la primera unidad que, al alba, pisó la arena de las proximidades de Trípoli; nada más llegar fue alcanzado por una bala, pero insistió en permanecer a la cabeza de su comando -dos de sus hombres cargan con él- mientras avanzaba hacia la ciudad vieja.
Son las 19.30. Es la hora de la ruptura del ayuno: vasos de leche y dátiles servidos sobre los capós de las camionetas. ¿Aceptamos la hospitalidad de Chaboun, que nos propone pasar la noche aquí, en el paseo marítimo? ¿O volvemos a Misrata, mi ciudad, que, como me recuerda uno de los chebabs de la escolta, me nombró ciudadano de honor, y me espera? Opto por Misrata. Pero me hace muy feliz estar aquí, haber cerrado el círculo y haber puesto un epílogo, provisional, a seis meses de lucha y esperanza. -
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.