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Columna
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La cajera

Manuel Rivas

De la reina de España, doña Sofía, se dijo como elogio que era "una profesional". Ella también lo es. La cajera de mi supermercado habitual. Una reina precaria. Sonríe al dar el tique de la compra, incluso en un día como hoy. Un día nublado por dentro y por fuera. Me dice adiós. El último adiós. Se despide porque la despiden. ¿Y por qué la despiden? Porque se cumplen tres años. Le han ido haciendo contratos temporales. Había llegado su hora. Es decir, deberían hacerla fija. Su salario es mínimo, pero su trabajo, impagable. Tres años poniendo buena cara al gentío impaciente de las colas. Tres años regalando bromas, una sonrisa, un plus personal que nadie le exigía. Hay momentos en que la caja de un supermercado es un paso abrupto, con sus choques y broncas, pero ella sabía manejar a ebrios, furtivos o señoritas faltonas con una popular soltura freudiana. Ese oficio de brega pública requiere cualidades diplomáticas, agilidad mental, un estado de vilo durante largas horas. Y aun así había una huella humana, una tinta invisible, en el tique de la cajera. Esa cajera que dice adiós con una firmeza melancólica que recuerda a Celia Johnson en la estación de Breve encuentro, mientras sus manos atienden ya el nuevo pedido con la velocidad chaplinesca de Tiempos modernos. Trabaja para una cadena que ha incrementado sus beneficios. Cada vez menos gente hace más trabajo. He pagado mis mercancías, pero marcho con la sensación de ser testigo de una sustracción criminal. Vivimos dominados por un pensamiento único, ese oxímoron de "liberalismo totalitario" que ya presenta la forma de un pensamiento aristontónico, un cúmulo de tontos eufemismos. Reformas que aceleran los despidos. Austeridad como expolio público, mientras se escabullen los grandes corruptos. De querer ahorrar, los bicéfalos suprimirían las diputaciones, esas escuelas de caciques. Y no tocarían lo sagrado. La escuela de la cajera.

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