París y un quirófano
Conocí París a los 12 años, en agosto de 1983. Mi primera visita a la capital de los vecinos alberga en su interior, como si se tratase de una matrioska de la fatalidad, otras dos "primeras veces", utilísimas como anécdotas para contar al volver al colegio aquel mes de septiembre por su alto contenido dramático. Me refiero a la mordedura profunda de un perro, un afgano que acompañaba a su dueña, mientras ella disfrutaba de un probable Pastis en la terraza de una brasserie con sillas rojiblancas, y a la posterior constatación de que el relleno muscular de mi brazo, que salió a la luz a consecuencia de la herida, tenía el mismo aspecto de un filete crudo.
París no me causó una impresión tan inolvidable como la que obtuvieron de la ciudad mi madre y otros representantes de su generación, según sus propias declaraciones. Entre los enclaves más soñados del planeta para los niños españoles nacidos en los setenta, juraría que París ocupaba un puesto más bajo que Disneylandia o que unas buenas cataratas del Niágara. Y en lo que respecta a mi primera mordedura canina (obviamente, espero que sea la última), de tan repentina, no fue apenas traumática. Duró unos segundos y consistió en una coreografía bien coordinada entre el perro y yo, como si previamente nos hubiéramos puesto de acuerdo en un "cuando yo te acaricie el lomo, tú, entre asustado y enfurecido, te vuelves y me hincas los dientes en el brazo y el costado".
En cambio, el recuerdo que posee para mí el estatus de primera vez imborrable fue la visión de los tendones, nervios y fibras musculares de mi brazo izquierdo en todo su esplendor. A los 12 años pensaba que los humanos, y especialmente los niños, estábamos rellenos de pechuga de pollo y no de bife de lomo; fue el mordisco perruno el encargado de hacerme ver que mis músculos eran como los que el carnicero manipula y corta tras el mostrador diciendo "mire qué chuletones me han traído hoy, de buey gallego, pura mantequilla".
Aquel percance, que con sus correspondientes mordedura, vacuna contra el tétanos (otra primera vez que olvidé mencionar) y noche en el Hôpital d'Enfants Armand-Trousseau es hoy el infortunio por antonomasia de mi niñez, nos habría ahorrado bastantes disgustos de haber transcurrido hoy, en el marco de la bandera azulona con estrellas amarillas que ahora nos arropa. Pero en aquellos años del Naranjito, el extranjero era de verdad ancho y ajeno, de ahí que la dueña del perro, aprovechándose de la situación de inferioridad de los ibéricos damnificados por su lévrier afghan, nos entregase una tarjeta manuscrita con su peor caligrafía y una dirección quizá falsa. Se llamaba algo así como Brigitte Deschamps, y nunca respondió a las cartas escritas a máquina en el paupérrimo francés de mi padre reclamando alguna compensación económica por los daños causados. Probablemente también era la primera vez que la traidora Brigitte se las veía en una situación tan peliaguda. ¿A qué espera entonces para aportar su testimonio en esta sección?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.