El vértigo de la fritanga
"Soy un tío que practica senderismo, escalada, vamos, que soy muy echao pa lante. Pero ahí, no me subo". José Luis espera con la niña que ha acogido de Chernóbil a que Ainara, de seis años, su hija, y su esposa desciendan de una de las barracas instaladas en el Parque Etxebarria de Bilbao. El alto sobre el que se domina gran parte de la ciudad concentra una de las áreas más significativas de la Aste Nagusia y uno de los secretos mejor guardados de cualquier fiesta popular. Las barracas, elemento de estética kitsch, banda sonora imposible (Britney Spears, bakalao recalcitrante y estridentes voces que venden boletos para la tómbola), y del olor mejor ni hablar, consiguen, no importa la edad, despertar al niño o adolescente, o, lo que es lo mismo, muchos veranos a la espalda. Recuerdos impagables.
Las barracas remiten al verano y a recuerdos de infancia impagables
El Parque Etxebarria acoge 73 atracciones que abren once horas diarias
La adrenalina recorre el espinazo. Las 73 atracciones instaladas en el parque comienzan a recibir visitantes a las cinco de la tarde. Las vueltas, risas, mareos y gritos en los días grandes de la fiesta se prolongan hasta las cuatro de la mañana. La música se apaga dos horas antes. Muchos niños -quién no- habrán fantaseado con ser feriante, vivir constantemente en una especie de fiesta, de ritual de libertad entre carreteras y pueblos.
A primera hora de la tarde de ayer, Iván, de 31 años, de Santander, intentaba convencer a sus amigos. "Quiero montar ahí", señalaba, vestido con una camiseta de Superman y unos vaqueros, "pero no consigo que estos se animen". Lo de "ahí" era una de las principales atracciones de las barracas de este año: un brazo gigante de varias decenas de metros y en cada extremo un buen puñado de valientes esperando a divisar la ciudad boca bajo.
Una docena de amigas de Bermeo celebraban los 15 años recien cumplidos de una de ellas, Paula. Sentadas en corro en el suelo, fumando los primeros cigarros, planificaban en qué gastar los 50 euros de presupuesto para el día. "Recuerdo, que cuando era más pequeña me monté ahí y me impresionó una barbaridad, pero ahora se queda quizás un poco pequeño", explicaban en referencia a la atracción a la que minutos antes Iván intentaba encontrar acompañante para subir. "Tienes que poner que las barracas son para los niños pequeños, que para los jóvenes no hay muchas cosas", añadían las amigas.
Pasear entre barracas implica viajar muchos años atrás. La primera vez que a uno le dejaron montar en una atracción concreta, los atracones de chucherías y de algodón de azúcar y el recuerdo de los peluches de colores chillones olvidados en algún desván. O los desafíos y retos entre cuadrillas contrarias resueltos en los coches de choque o los primeros novios entre el tópico hollywoodiense de la noria. Tampoco faltan las leyendas en torno a los muchachos de 13, 14 o 15 años, con una puntería tal capaz de desmentir esa máxima universal de que resulta imposible ganar algún premio en las casetas de tiro de cualquier feria.
"Yo es que soy muy miedica; sólo me gustan los coches de choque, pero ella quiere subir a la rana". Íñigo, de 37 años, y Mercedes, de 31, discutían. Él de perfil tranquilo; ella, dispuesta a probar cada atracción. "Lo mejor es la sensación, lo que se siente al montarse en algo de esto. No sé como describirlo, pero es lo que me gusta", aclaraba ella para desmentir a las amigas de antes. En la feria no hay edades.
Las barracas también suponen un curso de economía aplicada, cálculos en torno a un presupuesto siempre bajo para el niño, suficiente o incluso alto para el padre, pero en uno u en otro caso incapaz de cubrir todos los caprichos y antojos que acechan en cada caseta. "Eso hay que traerlo negociado desde casa; si no, aquí, intentar poner algún tipo de límite es imposible", aconsejaban los padres. Pactar los viajes y luego intentar que ruegos, rabietas, sollozos y muchos "porfa" no agujereen la firmeza del prestamista.
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