La fuerza de una canción
En la antigua iglesia sólo hay una columna de sonido. Sujeta a un panel blanco, tiene algo de escultura minimal. Pero, si en ese espacio hay alguna escultura, es como la que soñara Duchamp, sonora: la voz de Susan Philipsz, cantando Stay with me, de Joe Wise. La canta sin acompañamiento y la sobria melodía, casi un recitativo, reescribe la memoria del recinto. Las cinco muestras de La canción como fuerza social transformadora logran unificar el viejo monasterio. La Cartuja suena. Desde la capilla de la Magdalena -entre coloquial e irónico, Baldessari canta aforismos de Sol LeWitt sobre arte conceptual- hasta los claustrones, donde el vibrante grindcore de Cantata profana de Matt Stokes da nuevo realce a los árboles de los antiguos huertos de cada fraile. El silencio cartujo se desplaza paradójicamente a la zona industrial, a los hornos cónicos de la fábrica Pickman.
Pero el alcance de la exposición, más allá de la unidad que confiere al recinto, radica en mostrar aspectos del malestar en la cultura que la música -tradicional, rock, pop- ha hecho emerger en las sociedades contemporáneas desde hace medio siglo. La lectura, reducida a tópicos y recetas, de La industria cultural de Horkheimer y Adorno ha impedido ver muchas cosas. Por ejemplo, que la recuperación del flamenco se relaciona con ediciones discográficas coétaneas de las que impulsaron el rock y la música pop, y sobre todo, que el empuje de esas músicas, tan distintas entre sí, se da junto a carencias sociales y políticas que pesan sobre la vida individual. La rebeldía de 1968 -ignorada por la lógica de la mercancía y reconocida sólo a regañadientes por Estado- apuntaba justamente a un ámbito en el que los individuos piden otra visibilidad. Ahí surgen nuevas demandas de la fantasía y el deseo, y desde ahí reclaman reconocimiento nuevos sujetos políticos, como ahora vuelve a ocurrir.
En esa dirección trabajan estas muestras. Ruth Ewan es una luchadora contra el olvido. Su Juke Box reúne cientos de canciones que hablaron de feminismo, sexualidad o de la Guerra Civil española. Seis frases de estas últimas canciones, escritas en todas las lenguas de brigadistas y milicianos, forman un mosaico rojo, amarillo y violeta. A ello se une la evocación del músico folk Ewan MacColl: su vida, la vindicación de su obra por músicos cantando en la calle o el absurdo recelo que despertó en los servicios secretos británicos, cuyos informes se exponen en la muestra.
También Alonso Gil reivindica la memoria. Abre su muestra un grafiti de Camarón y la cierra Kurt Cobain, pintado al óleo dentro de una chaqueta vaquera. Pero hay más olvidados: en el Sáhara, en Guantánamo -Gil los rememora con una sala-recinto-de-interrogatorio donde se suceden versiones de Guantanamera- o en Sevilla que, presa del turismo, ignora a inmigrantes y a sus propios barrios, olvidando así su identidad misma de ciudad. Quizá sirva de antídoto el flamenco: Gil filma a quienes cantan al trabajar, como el frutero que entre cliente y cliente dice un fandango del Gloria o una soleá de Triana.
El trabajo de Annika Ström es a la vez sencillo y conceptual. Sus canciones -que lleva a breves conciertos, vídeos o sencillos grafitis- las forman palabras que cabría llamar huérfanas: separadas de las cosas, adquieren vigencia al reiterarlas la canción pop. A esos términos gastados Ström da un tono a la vez cálido e impersonal, que inquieta y da que pensar. No se considera cantante, se declara más amateur que artista y une humor y ternura en vídeos como el de esos amigos que explican por qué se perdieron uno de sus conciertos: encontraron a un viejo amigo o su hija pequeña empezó a llorar, y el tiempo se les echó encima.
La chanson, un título que evoca el París de los cincuenta, es la muestra central con obras de diversos autores. Más que trama integradora de las demás exposiciones es su catalizador. Señala el valor performativo de la música (así Philipsz, citada al principio) o subraya elementos conceptuales: a Baldessari se une Pérez Agirregoikoa y su ochete vasco que, con cuidada polifonía, canta textos de filósofos franceses. Canción de amor explica cómo el capitalismo emplea en su beneficio nuestra energía libidinal. Destacan otras dos obras: Douglas Gordon construye un espacio azul en penumbra donde suenan canciones que debió oír de modo muy especial pues estuvieron en boga durante su propio embarazo. Phil Collins enfatiza el carácter global de la música: filma un karaoke en el que jóvenes de Estambul, Bogotá y Yakarta cantan con singular pasión cortes de The world won't listen, el disco de The Smiths.
Este impacto social de la música centra la reflexión de Matt Stokes. En Real Arcadia, banderolas, carteles, dibujos y casetes evocan los rave, las fiestas y bailes ilegales que, ante las restricciones del gabinete Thatcher, proliferaron en Reino Unido hace veinticinco años, ocupando naves industriales, hangares abandonados e incluso cuevas. Un vídeo recoge la alarma de los noticiarios y los sobresaltos de una policía, incapaz de controlar la marejada de jóvenes cada fin de semana. Stokes reflexiona además sobre la balada en un cadencioso vídeo cuya corrección, no exenta de sorna, valora la índole tradicional de esa música. Finalmente, en Cantata profana, seis solistas de bandas grindcore muestran el vigor de su música en una suerte de antihimno que no pierde de vista la tradición del coro polifónico.
La exposición, tan densa como atractiva, mantiene la estructura de muestras anteriores en la trayectoria reciente del CAAC: a la muestra centrada en mujeres artistas siguieron las dedicadas al público y a la relación entre arte y política. Todas ocuparon casi por completo el recinto de la Cartuja y en conjunto han dado a conocer autores numerosos y muy distintos entre sí. Hay una consecuencia obvia: ante la calidad y eficacia de estas exposiciones, una bienal se hace innecesaria y sus costes parecen un derroche. Las administraciones deben tenerlo en cuenta.
La canción como fuerza social renovadora: Songs, de Annika Ström (hasta el 11 de septiembre). Del pasado efímero, de Ruth Ewan (hasta el 16 de octubre). Cantando mi mal espanto, de Alonso Gil (hasta el 6 de noviembre). Nuestro tiempo, de Matt Stokes (hasta el 6 de noviembre). La chanson (Hasta el 13 de noviembre). Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Avenida de Américo Vespuccio, 2, Isla de la Cartuja, Sevilla.
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