De alma débil
Ayer me salió mi primer orzuelo. Cosa molesta y dolorosa. A alguien se le ocurrió contarme que su abuela decía: "Te pones una llave de esas antiguas bajo del ojo y se van". No sé si por la molestia del ojo, el calor o el homenaje que me pegué para cenar pero dieron las tres y seguía sin dormirme. Busqué la llave de mi viejo armario y allí estábamos, yo, mi mano, mi ojo y una llave en plena madrugada. Triste, muy triste. Soy un alma débil, influenciable. Siempre lo he sabido y, consciente de mi defecto, he procurado evitar ciertas costumbres o actos que sé que en mi caso serían definitorios. Que te echen las cartas o la típica visita a una bruja que te dirá cuantos hijos vas a tener. ¡Ni hablar! Bastante tengo con no pasar bajo las escaleras, los gatos negros, no derramar sal o que la escoba no roce mis pies. Una vez no pude librarme de que una gitana me leyera la mano, pero es que era eso o echaba todos los males del mundo sobre mí y eso sí que hubiese sido una putada, me dijo, en aquel entonces, cuando era una joven y lozana adolescente, que me casaría tres veces. Aún me despierto pensando que he cruzado la frontera de los treinta y pocos y no contabilizo ni una boda. Intento quitarme idea tan absurda de mi cabeza y cuando veo que no lo consigo me aferro al recurso de decirme: tranquila, para eso están Las Vegas.
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