La libertad llega hasta los muros de las catedrales
Juan Urbano es el autor de algunas de las novelas que escribo, y en algunas cosas nos identificamos hasta tal punto que a veces ya no sé si soy su inventor o su seudónimo. Los que hayan leído Operación Gladio sabrán que para él algunos de los problemas que tenemos hoy provienen de los errores de la Transición, en la que tantas veces se confundió hacer limpieza con barrer debajo de la alfombra, que parece lo mismo pero es lo contrario. Sin ir más lejos, ahí está el más allá, que sigue a la misma distancia de nosotros que en la Edad Media: hagan el juego de las diez diferencias entre Urbano IV o Bonifacio VIII y Benedicto XVI y verán qué pocas cosas han cambiado en la Iglesia, cuyas ideas no son de este mundo aunque el dinero del Banco Vaticano sí lo sea, una contradicción que se explica con otra: el Papa es un líder espiritual y un jefe de Estado. ¿Cuál de ellos viene a España? Pues los dos, para unos asuntos el político y para otros el sacerdote. Uno estará en misa y el otro tocando campanas. Uno dará mítines y el otro sermones. ¿Será una simple coincidencia que divino sea una mezcla de dios y vino? La fe primero ciega y después mueve montañas.
En la Transición, el espinoso tema de la Iglesia también fue barrido bajo la alfombra y, como entre Roma y Madrid hay suficiente distancia como para que en el viaje se pierda un poco de democracia, los pactos entre la Iglesia de siempre y el nuevo Estado se firmaron a toda prisa, antes de redactar la Constitución, para que pudiesen quedar al margen o incluso por encima de ella. Así, cuando alguien intenta descubrir su identidad, porque sospecha que puede ser uno de esos niños robados por la dictadura de los que habla otra de las novelas de Juan Urbano, Mala gente que camina, y necesita consultar los libros de registro de una parroquia, para ver si su partida de bautismo fue alterada, se encuentra con que los archivos de la Iglesia son inviolables y no hay juez que obligue a que se hagan públicos o se consulten. La libertad llega hasta los muros de las catedrales.
Treinta y tantos años más tarde, el Papa viene a Madrid y a los peregrinos que le siguen se les facilitan abonos para el transporte público a precio de saldo, mientras se sube un 50% el billete del Metro y de los autobuses de la EMT. La ciudad entera se pone a disposición del pontífice y de su séquito mientras que se prohíbe a los indignados del 15-M y a las organizaciones laicas, ateas y demás que se manifiesten desde Tirso de Molina hasta la Puerta del Sol, para protestar por esa visita que por un lado costará el dinero que el Ayuntamiento y la Comunidad dicen no tener y por el otro servirá para que el Pontífice se meta en sotanas de 11 varas y nos amoneste por inmorales, nos afee el divorcio, la educación para la ciudadanía, el aborto o las bodas entre personas del mismo sexo. A él le mandarán ministros y a los ciudadanos policías. Mala cosa, porque cada vez hay más gente que no está dispuesta a decir amén a todo y al fin ha recordado que la democracia no es votar, sino decidir. El cielo será suyo, pero la calle es nuestra. ¿O no?
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