DÍA 6
Crimen y castigo. ¿Sería la segunda parte de mi biografía? De la primera, El idiota, había picoteado a escondidas aquí y allá sin sacar nada de provecho, sin entender otra cosa que el título, lo que de verdad no era poco. Pero no me atreví a tocar Crimen y castigo entonces (tampoco luego, ni ahora, ni nunca), pues pensaba que el mero hecho de acercarme a esa novela podría delatarme. En cualquier caso, el título sugería que el delito y la pena vivían asociados y que no podía darse el primero sin la segunda, de la que yo venía escapando hasta entonces de forma milagrosa. "De la que yo venía escapando", he dicho ingenuamente, como si la pena no me hubiera alcanzado, y de la forma más atroz que quepa imaginar, con un sentimiento de culpa constante que envenenaba mi existencia diaria y con un pánico insaciable cuyos efectos se concentraba en los pulmones y en el vientre (aún hoy, prescritos los hechos, escribo bajo los efectos físicos de ese pánico). Era un niño lleno de agujeros, no los que tiene todo el mundo aquí y allá, en el cuerpo, sino los agujeros negros que dicen que posee el universo y que devoran cuanto pasa cerca de sus bordes, incluida la luz.
No me atreví a tocar 'Crimen y castigo'; pensaba que el mero hecho me delataría
Entretanto, la niña de mi edad que había sobrevivido al accidente salió del hospital, eso dijeron, para entrar en mi cabeza. Pensaba en ella al acostarme y al levantarme y al desayunar y al comer y al ir y venir del colegio. Me preguntaba con quién viviría, si le habrían quedado "secuelas", palabra que salió de los labios de mi madre y cuyo sentido no fue preciso buscar en el diccionario. Construí una novela según la cual la niña se había quedado ciega (no coja ni paralítica, posibilidades que descarté) convirtiéndome yo, por una de esas cosas de la vida, en su lazarillo. Fantaseaba con situaciones en las que nos conocíamos (a veces por casualidad, a veces porque yo, de mayor, la buscaba) e imaginaba que se enamoraba de mí. Gracias a la ceguera, no podía ver la máscara de neutralidad en la que se había convertido mi rostro, de modo que nos casábamos y teníamos hijos y ella me quería cada día más y cada año me estaba más agradecida y la vida discurría sin que jamás le confesara mi verdadera identidad, ni siquiera en el lecho de la muerte, pues siempre me moría yo antes que ella.

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