En Ibiza
Octubre de 1977. El barco dio de madrugada la vuelta al último faro y apareció el puerto, la ciudad como un anfiteatro. Mirando inusualmente hacia el norte, pero conformando uno de los enclaves más antiguos del Mediterráneo: Ibosim, Ebusus, Yesbisah, Eivissa, Ibiza. Había pasado el verano, se habían ido los turistas, que aún no eran los masivos de los años ochenta y noventa. Al desembarcar, había una extraña paz en el puerto y, sobre todo, un sol como de miel, que inflamaba levemente la atmósfera de la mañana. No era la luz blanca y fogosa de los veranos. Seguramente ya habían caído las primeras lluvias torrenciales, las que en octubre, durante unos días, envuelven en una luz doblemente verdosa, irreal, valles y montes. Ahora aquel sol, como de miel, daba una leve pátina cobriza a las calles de la ciudad, que ascendía hasta la catedral y el castillo. (Todavía no conocías esta ciudad, no sabías, por ejemplo, cuánto en ella había sucedido en el verano de 1936. Pero eso fue otra historia que escribirías. Ahora la ciudad solo era un anfiteatro de calles, la concha de la que pudo nacer Venus).
Ya entonces no había una sola Ibiza, sino varias. Quienes piensen que existe una sola (y tópica) se engañarán. Ello no impide que, a la vez, por su condición de isla, por su mar y su naturaleza espléndidas, solo exista una Ibiza esencial. Ya en aquel otoño de 1977 la isla tenía dos rostros que, desde la antigüedad, regían dos dioses paganos, Tanit y Bes: la diosa madre y el maligno diosecillo de estirpe egipcia, la plenitud telúrica y el perturbador del paraíso. Las dos Ibizas nos pueden apresar o rechazar, pero solo una salva: la que implica ponerse en armonía con ella. Entonces la isla no era el centro mundial de turismo que hoy es. Esto es la constatación de un hecho. En función de él, habrá que preservar rigurosamente su espacio y programar su futuro. Pero para el que sabe ver, en espacios interiores, Ibiza es aún la antigua Arcadia, la "isla de Teócrito" a que Alberti se refirió en su verso.
Aquel otoño y los siguientes tuve el don de entrar en sintonía con esta Ibiza. Todavía hoy, algunas noches -en este verano de 2011, ¡34 años después!-, cuando voy solo con el coche por el interior o el norte de la isla, me parece que vivo lo que entonces viví. De tantas sensaciones absolutas hay huellas en Astrolabio, el libro que vine a escribir a la isla. Y de sus misterios, en mi primer libro de cuentos. Un Citroën 2 CV, una caja de libros, un tocadiscos, mi mujer y mi hija de un año, y aquel desembarco de madrugada. Es inconfundible, única, la Ibiza marina, pero me quedo con la interior, con lo que he llamado el microcosmo de la casa payesa. Un hondo valle de pinos y un torrente nos esperaban. Solo se trataba de sintonizar con lo esencial de la isla, por encima de las muchas Ibizas engañosas (y ciertas) que hay. Lo logramos.
Hace ya muchos siglos que Diodoro de Sicilia escribió que Ibiza "la habitan bárbaros
de todas las procedencias". Quizá la isla ya fuera entonces lo que hoy es: un lugar de peregrinación a un paraíso imposible. O posible.
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