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Columna
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Plan Centro

De entre los males atávicos que afligen a la ciudad de Sevilla, uno no menor es el de la circulación urbana; circulación de vehículos, se entiende, y en concreto de vehículos de tracción mecánica con motor de explosión. Los motivos hunden sus raíces en nuestra idiosincrasia y necesitarían para ser sondeados de todo un manual de historia. El resultado: desplazarse en coche por esta bendita capital se convierte en todo un acto de heroísmo, sobre todo si lo que se pretende es franquear de parte a parte uno de los cascos históricos de mayor superficie del continente. Las diversas corporaciones municipales han hecho sus apaños para intentar paliar el problema, con mayor o menor éxito. Edificación de aparcamientos subterráneos, institución forzosa de la zona azul, redireccionamiento de ciertas calles, peatonalización de otras. Todas esas medidas caminaban en un mismo rumbo, que no solía expresarse abiertamente pero cuya orientación no dejaba lugar a equívocos: aislar el centro, blindarlo al automóvil, protegerlo en una capa invisible del fragor de los pistones y la bruma asesina de los tubos de escape. Expediente éste que por fin se decidió a acometer a las claras el último gobierno, decretando restricciones de paso para la mayoría de los usuarios y amenazando con un aparato disuasorio bastante cómico de cámaras, detección de matrículas y no sé qué fantasías de computadora. Ahora el nuevo alcalde ha terminado con el Plan Centro de un olímpico puñetazo en la mesa, no sé si motivado o no.

A mí el Plan Centro tampoco me gustaba. Pertenezco a esa inmensidad de sevillanos que no tienen su domicilio civil en las inmediaciones de la calle Sierpes y que para visitar museos o librerías necesitan acudir, igual que mosquitos a la bombilla, a un sitio que queda lejos de su portal. Cierto que puedo desplazarme en autobús o metro, pero el servicio público es caro, no siempre llega a donde deseo o se ve involucrado en más atascos o indigestiones de las que debiera, con lo cual el coche sigue ofreciendo ventajas. Por tanto, formo parte del grupo al que favorece la abolición de Zoido y que puede beneficiarse de ella: lo cual no constituye razón para que le preste mi apoyo. En primer lugar, porque si bien es cierto que el plan se emprendió del modo más cutre y rasposo y con una infraestructura que dejaba mucho que desear, el planteamiento parecía correcto y de algún modo habrá que volver a limitar en el futuro el tránsito de vehículos por la zona histórica; en segundo lugar, porque comprendo que lo que a mí me conviene no tiene que coincidir con lo que conviene a los demás, o viceversa, y que quienes viven entre tiendas y monumentos también tienen derecho a desplazarse con un mínimo de desahogo y a encontrar aparcamiento cuando el azar les bendiga; en tercer lugar, porque esto supone más dinero tirado a la basura, todo el que se invirtió en adquirir las dichosas camaritas, colocar señales de prohibición o aviso, procesar información, tramitar multas, etcétera; lo cual me lleva al cuarto, último y principal lugar: no quiero ni pensar qué sucedería si todo dirigente que se alza con el poder se dedica sistemáticamente a aniquilar las disposiciones de su directo predecesor. La política de tierra quemada convertiría pronto el estado en un erial; un mínimo de coherencia y de sentido de la gobernabilidad obliga al recién llegado a asumir, al menos interinamente, las decisiones que tomaron quienes estaban antes que él. La alternativa es la esquizofrenia: una ciudad, una comunidad, un país que será central y autonómico, conservador y progresista, pacifista y belicoso, dependiendo de quien detente la corbata en los telediarios. Sin que el ciudadano medio consiga evitar la desagradable sensación de que le han partido el cráneo en dos.

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