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Columna
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Camps, de cuerpo presente

Miquel Alberola

Francisco Camps volvió ayer a las Cortes Valencianas después de haber sido despeñado por su partido tras la orden del juez de sentarlo en el banquillo por cohecho. Entró por la puerta principal, ensartado en la columna de arropamiento de Alberto Fabra, como si todavía fuera la punta de lanza de esa cabalgata. Sin embargo, era el único que sonreía entre las expresiones torturadas de los demás, que iban, en una compleja gradación, del agobio a la mortificación (la que mejor refiere qué está ocurriendo en el PP es, sin duda, la de la vicepresidenta Paula Sánchez de León).

La presencia de Camps en las Cortes no es una buena noticia para el PP. Dejó el cargo, pero no evitará el juicio como pretendía Mariano Rajoy. Su argumento fue como el efecto secundario de una escenografía alumbrada en un amasijo de Chueca y Sófocles. Como todas las defensas que hizo de sí mismo durante este penoso proceso. Y eso apunta por dónde va a llevar el asunto Camps en los próximos meses, en los que la posibilidad del adelanto electoral gana cada vez más fuerza. Rajoy ha conseguido desconectar el cable de la cuenta atrás de Camps al alejarlo del Palau de la Generalitat para que él pueda estar libre de pecado como candidato, pero su carga explosiva sigue intacta, sometida a la alta temperatura política y judicial en las Cortes Valencianas. O lo que puede ser más inquietante: a su bamboleo emocional, ahora cocido por las decepciones derivadas de su nueva realidad, una vez apeado de la nube en la que lo han mantenido el cargo y su entorno.

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Aunque Rafael Blasco le abrió la puerta para salir del hemiciclo (ayer también apuntó en esa dirección Esteban González Pons al decir que "es una decisión personalísima"), el expresidente, que no obstante se cree inocente de las acusaciones, se aferra al escaño para no perder el aforamiento. Pero su obcecación personal compromete al partido y, sobre todo, al nuevo presidente del Consell, Alberto Fabra, quien, una vez declamada la loa ante su sepulcro y secada la lagrimita, necesita que desaparezca de la escena para llevar a cabo su proyecto sin más lastres que los que le han tocado en la herencia. Sin embargo, y para colmo, la cúpula del partido no solo no ha movido un dedo por suspenderlo de militancia, sino que ha estado enalteciendo su "honestidad" y creando las expectativas de que cuando pase este "paréntesis" va a volver por la puerta grande.

Si Camps decide acudir con regularidad a las Cortes, su presencia se convierte en un filón para la oposición, que irá adecuando su discurso a las eventualidades judiciales del expresidente (también a las del diputado Ricardo Costa, que corre parejo en este negocio). Y si resuelve no volver al hemiciclo y ser un diputado elíptico, el vacío de su escaño se convertirá en un goloso punto de tensión en cualquier debate parlamentario.

De cualquier modo, de cuerpo presente o ausente, Camps es un estorbo para el PP. Se ha convertido en una referencia incómoda, insostenible para los suyos. Ayer todavía notó el calor de quienes hasta ahora le han estado haciendo la ola y pasándole la mano por el lomo, pero dentro de nada cambiarán de acera para evitar estrecharle la mano. Es el peor escenario que podía imaginar el expresidente. Y aunque él mismo ha contribuido a este desenlace tratando de vivir al margen de la realidad, su entorno es el principal responsable por dejar deteriorar su imagen al máximo y trasladar esa tensión a la actual legislatura.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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