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Análisis:
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Ocho columnas y un pesado dintel

Cuando el arquitecto Osip Bove presentó en 1819 sus primeros dibujos de alzado para el nuevo Gran Teatro de Moscú [Bolshói quiere decir grande en ruso] hubo muchos escépticos que dudaban de la viabilidad de sostener aquel prepotente dintel neoclásico sobre ocho columnas que querían rivalizar con el Partenón de Atenas. El Bolshói sería un templo de las artes y desde allí se amplificaría sobre todo la más virtuosa de las expresiones escénicas imperiales: el ballet, preferido de los zares y conciliador de todas las tendencias y figuras de la Europa continental de entonces. Con los Soviets, continuó el paradójico idilio.

En los últimos años, esas ocho columnas han sido un bosque de andamios sobre los que en que en invierno caían pesados mantos de nieve, unos presupuestos de restauración sin fondo preciso y un ir venir de rumores, dimisiones, ceses y otras pataletas burocráticas.

Desaparecida la Unión Soviética, el ballet de la institución perdió a sus figuras de otras épocas
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El Bolshói vuelve a brillar

El teatro Bolshói ha sido el escenario paralelo y en cierto sentido anticipador de la glasnot primero y de la perestroika después. La lucha de generaciones de artistas expoliados, las purgas estalinistas, los favoritismos politiqueros, el arrinconamiento del clan judío y un sinfín de miserias no han podido con la grandeza del ballet mismo y de la institución, con su sello y su sino. De alguna manera, cada nueva promoción de artistas excelsos y bailarinas maravillosas ponía de relieve que el arte del ballet era indestructible y que sobreviviría a los avatares de la historia.

Una vez desaparecida la Unión Soviética, poco a poco el Ballet del Teatro Bolshói de Moscú perdió a sus figuras rectoras de otras épocas, entre ellas, Yuri Grigoróvich, que dirigió con mano de hierro la compañía entre 1964 y 1995 y Sofía Golóvkina (muerta en 2004), directora de la muy influyente Escuela Coreográfica hasta su deceso. Con los nuevos tiempos, nuevos nombres, pero la implacable sombra del pasado acechaba de muy variadas maneras. El más prometedor coreógrafo, Alexei Ratzmanski, optó por aceptar la oferta de los ballets norteamericanos y ahora una desgraciada sucesión de intrigas pone de nuevo en subasta "el puesto más codiciado de Rusia", como se dice en argot moscovita. Pero Moscú necesita un coreógrafo inspirador, además de un director, sentencia un crítico local.

Cuando en 1989 el anteriormente vilipendiado compositor Alfred Schnittke salió a saludar frente al telón púrpura aún cuajado de hoces y martillos bordados en oro tras el estreno de su ballet Peer Gynt, el signo de cambio de rumbo era una realidad, tormentosa y repleta todavía de un ruede de cabezas sincopado con las temporadas. Con el importante jubileo en perspectiva, los rusos quieren guardar algo más que las formas y devolver la estabilidad al pórtico de las ocho columnas. Otra cosa son los métodos empleados para ello.

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