Místico y mágico
Desde hace ya bastantes años el trabajo de Keith Jarrett se sitúa más allá del bien y del mal. Su música discurre lejos de los caminos habituales del jazz, pero tampoco tiene parangón con cualquier otro estilo cercano, ni por su contenido ni por su forma de expresarlo y comunicarse con el público.
Algo hay de místico y de mágico en todos los conciertos del pianista de Pensilvania que convierte cada uno de ellos en un acto único e irrepetible. Ceremonias espirituales que suelen comenzar siempre con una impresión de déjà vu, por regla general el cabreo del concertista ante algún flash de cámara fotográfica, y concluyen con la sensación de haber asistido a una especie de big bang musical. Y abandonas el local, convertido por unas horas en un santuario, con el sentimiento de haber asistido al mejor concierto posible de Keith Jarrett. A pesar de haberle visto tocar a menudo por estos pagos, el último concierto del pianista es siempre el mejor de todos; sin duda la memoria traiciona, pero esa reconfortante emoción no te la quita nada ni nadie del cuerpo. Mágico, realmente mágico.
JAZZ
Keith Jarrett, Gary Peacock, Jack DeJohnette Trío.
Teatre Grec, 23 de julio.
Así sucedió el pasado sábado por la noche, en el único concierto veraniego de Jarret por tierras peninsulares. El Teatre Grec barcelonés prácticamente se llenó (quedaron muy pocas sillas sin ocupar) para la ceremonia y como tal ceremonia se vivió. El trío del pianista (aunque se presenten con los tres nombres en igualdad de importancia no cabe ninguna duda de que se trata del trío del pianista) comenzó su actuación todavía con luz de sol, pero con unas amenazantes nubes negruzcas como techo de escenario. Jarrett, poco dado a actuar al aire libre, no parecía muy contento con la perspectiva y lo demostró con inequívocos ademanes y realizando algún tipo de invocación con las mano en alto que surtió su efecto: no solo no llovió, sino que las nubes fueron desapareciendo y dieron paso a un cielo estrellado mucho más acorde con la música interpretada.
El flash de rigor molestó al pianista, pero todo quedó ahí. En cuanto se sentó ante el piano, el mundo empezó a cambiar. En el Grec la tensión se podía cortar con una cuchilla de afeitar. Jarrett fue viajando por su personal visión de los estándares, de Ellington a Monk, convirtiéndolos en algo totalmente nuevo. Cada pieza cobraba vida y se elevaba hasta lo más alto mientras el pianista gemía y se contorneaba sobre el teclado. El contrabajista Gary Peacock mostraba la belleza profunda de su sonoridad y el batería Jack DeJohnette la discreción que exigía un ambiente así (lejos, por supuesto, de la fogosidad de sus propios grupos). Llevan casi 30 años tocando juntos, desvistiendo estándares para volverlos a vestir, y se notaba en cada acorde, su interacción rozaba la perfección.
Una primera parte de casi una hora excitó los ánimos del público y una segunda mitad de 30 minutos provocó el éxtasis. Y no era para menos. Su versión, por ejemplo, de la cancioncilla Someday my prince will come fue de las que quedan grabadas en la memoria. El Grec estaba en erupción y los músicos parecían felices: siguieron cuatro largos e intensos bises, colofón idóneo de una noche para el recuerdo. Al salir, en el ánimo de casi todos crecía la sensación de haber asistido al mejor concierto de Keith Jarrett. Pura magia.
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