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Columna
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Y llovía

Montaigne se hallaba en su treintena, y su sentimiento sobre la opresiva proximidad de la muerte se había acentuado y vuelto más personal. La muerte había dejado de ser una abstracción y se había convertido en una realidad, de la que daban testimonio las muertes sucesivas de su mejor amigo, Étienne de La Boétie, la de su padre y la de su hermano menor, así como la de su primer hijo. Ese temor sólo lo superó tras su primer encuentro personal con ella. Cabalgaba en compañía de otros jinetes por un bosque cercano a su residencia y sufrió un accidente que estuvo a punto de acabar con su vida. En aquellos momentos, le pareció que su vida apenas colgaba de sus labios y cerró los ojos con la convicción de que así la ayudaba a partir, experiencia que, lejos de incomodarle, le causaba una sensación de dulzura. Preocupado hasta entonces por cómo morir, supo a partir de aquel momento que no tenía que preocuparse por ello, que, llegada la hora, la Naturaleza sabría hacer perfectamente su trabajo y que de lo que había que ocuparse era de cómo vivir. Un par de años después, abandonaba su trabajo de magistrado en Burdeos y se retiraba a su torre de Montaigne. La vida, su vida, la de Michel de Montaigne, se convertía en un interesante tema de investigación y nacían los "Essais".

A veces una tragedia cercana nos sacude y nos deja abatidos. El dolor absorbe y escribir en el dolor no es fácil. Yo lo estoy intentando, tras perder a una persona especialmente querida. Me cuesta admitir que ya no esté aquí, como me costó admitir que aquello se hubiera producido, ese paso tenue entre lo vivo y lo inerte, entre lo que nos miraba y ya no nos mira, ante esa debilidad del espíritu, incapaz de dominar lo que su voz parecía imponer, ese yo quiero. Y esa voz que nos dice quiero vivir se nos presenta de repente como ilusoria. Despierta, nos gustaría decir, sé que me oyes y has de responderme como lo haces siempre. Pero no, el escándalo de la muerte es ese límite, ese no estar en la presencia, el no ser en aquello en lo que el ser se manifiesta. Es inevitable pensar que algo se ha ido, y lo que sabemos, nuestro conocimiento sobre el cuerpo y sus poderes, es incapaz de ahogar esa sensación tan imperiosa. Quien nos miraba, aquella voz, es alguien que no puede limitarse a lo que de sí nos deja. Sigue estando vivo, aunque su cuerpo pretenda lo contrario. Nos sigue diciendo yo quiero.

Siempre he vinculado la escritura y la muerte. Lo que se escribe permanece, es siempre póstumo, como defendía Giulio Ferroni en su libro Dopo la fine. Se dice también que da testimonio, lo que de alguna forma viene a decir que resucita. Pero una cosa es lo escrito y otra el acto de escribir, que es seminalmente moribundia: saber lo que es la muerte, dejar el trabajo, encerrarse en una torre. "Exegi monumentum aere perennius", escribía Horacio. Es el libro. La vida en ese cuerpo sin cuerpo. Cuando murió mi hermana menor, la niña, llovía. Desconsoladamente. Dejo aquí constancia.

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