No toquéis a Blancanieves
A la hora de abordar cualquier asunto relacionado con los cuentos tradicionales conviene no olvidarse de lo principal: el sentido de estas narraciones es de naturaleza simbólica. Esto es, expresan una cosa, pero se refieren o aluden a otra. Por tanto, cualquier intento de racionalizarlas, o de acercarlas a intereses o ideologías de nuestro tiempo, está condenado al fracaso, si no al más espantoso ridículo. Es lo que ocurre cuando se quieren "adaptar" las Caperucita, Blancanieves, Cenicienta, etcétera, con el prisma de "lo políticamente correcto", de algún feminismo extraviado, de pedagogías hiperproteccionistas, y otras yerbas posmodernas.
Así, por ejemplo, ver menosprecio hacia la figura de la madrastra, frente a la de la madre, como encarnaciones respectivas de la maldad frente a la bondad, es no querer mirar más allá de esos estereotipos, y, en suma, condenar a la desaparición a esos relatos milenarios. Pues nada se resuelve reemplazando a la madrastra de Cenicienta por su madre, si en todo caso la mujer del padre, sea quien sea, ha de seguir maltratando a la heroína. Y si ponemos a una señora bondadosa, desaparecerá el motor del conflicto, que es el maltrato.
Tal vez por esa razón, en las versiones orales de estos viejísimos cuentos (hay cenicientas rudimentarias ya en el Antiguo Egipto), y desde luego en los pertenecientes a nuestra rica tradición hispánica, unas veces aparece la madrastra y otras es la propia madre la que se muere de envidia por la belleza de su hija, que es lo que desencadena una historia que sigue fascinando a los niños de todo el mundo, incluso ante las versiones almibaradas de la factoría Disney. Pues ni Disney, ni nadie, podrá evitar que la heroína emprenda y supere un durísimo camino de emancipación, huyendo de un espeso ambiente incestuoso. Por eso las versiones más auténticas de Blancanieves no hablan para nada de siete enanitos, sino de siete, o tres, hermanitos, los que previamente han sido expulsados del hogar por un padre que ansiaba tener una niña, que al fin llegó. En el caso de Cenicienta, la tan denostada madrastra lo que va a evitar es precisamente que el padre viudo se acerque demasiado a su hija, aunque no por eso dejará de obligarla a realizar las más penosas tareas.
En Caperucita, el papel de la madre tampoco resulta muy edificante, pues prácticamente arroja a su niñita al mundo exterior, el bosque, y con un atuendo como para no ser detectada por los lobos de turno. Y si nos acercamos a La bella durmiente -en versión completa-, veremos con horror cómo una suegra edípica pretende devorar a sus propios nietos y luego a su nuera. Se podría concluir, de este rápido examen de cuentos muy extendidos, que tanto madre como madrastra, o como suegra, comparten un mismo rol: abandonar y/o castigar a la heroína, para así darle la oportunidad de que crezca y se libere.
Todo eso, que reputados antropólogos, psicoanalistas y semiólogos han ido desvelando en los últimos tiempos, es lo que aconseja que estos cuentos no se alteren, pues alumbran en la mente infantil, y en el psiquismo colectivo, mucho más de lo que los adultos podemos entender a simple vista. Allí destruyen embrionarios complejos de Edipo, ayudan a combatir frustraciones narcisistas, rivalidades entre hermanos, a conocer, en fin, los límites de la existencia y del propio yo, más un descubrimiento intuitivo del sexo, como pieza turbadora en el corazón de la vida. Pero, sobre todo, iluminan la esperanza de hacerse independientes y libres, tras vencer tantas penalidades. Y al final del camino, el encuentro gozoso con otro ser distinto e inesperado: el príncipe, la princesa, que naturalmente no hay que interpretar en la literalidad miope de estos términos. De paso, observen cómo ese final incluye todo un matrimonio interclasista y por amor, que no es ninguna nonada, entre costumbres que todavía hoy sujetan a muchas niñas a repugnantes matrimonios concertados. Por ahí anda el meollo de estos relatos. Así que, por favor, no toquéis a Blancanieves, ni a la madrastra, y si me apuráis, ni siquiera a los enanitos de Disney, que bajo ese absurdo disfraz de mineros de un bosque (¡), con sus siete camitas, resultan tan divertidos y tan, ¿cómo diría?... encantadoramente libidinosos.
Antonio Rodríguez Almodóvar (Alcalá de Guadaira, Sevilla, 1941) obtuvo el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, 2005, con El bosque de los sueños (Anaya). Su último libro es Si el corazón pensara (Alianza, 2009). www.aralmodovar.es.
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