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Columna
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Modelo caducado

Aprovechando que los días son largos y que los vecinos se han hecho con la llave del portalón de Can Batlló, donde una placa recuerda a líderes obreros, me voy a pasear por la inmensa fábrica marcada a fuego con la huella del siglo XIX. Nunca antes había entrado. Me sorprende el paisaje de los paraguas y focos de un rodaje cinematográfico, sin nadie que trabaje. Le pregunto a uno de esos chicos con camiseta negra que nunca faltan en un set y me dice que es una peli de terror, que no me puede contar nada. Así que me voy a caminar sola entre los pabellones, bellísimos, de ladrillos morenos de acumular tiempo. Al poco rato, un guardia de seguridad que circula en coche me dice que por ahí no puedo andar, que sólo es potable el sector aledaño al portal. Doy la vuelta y pienso que estos pabellones son un tesoro que habría que preservar de las ganas que a veces tienen los arquitectos de empezar de cero. Acogerán una docena de equipamientos, pendientes desde que los puso en el mapa el Plan General Metropolitano de 1976. Una ciudad como Berlín, madura, culta y mesurada, ha hecho maravillas con pabellones como estos, todos en pie: los suyos cerveceros; los nuestros, del textil. Cada uno su historia.

La crisis está causando dolor, pero ha salvado la ciudad de monumentos a la inconsciencia y a la especulación

Can Batlló paró los telares en los años cuarenta y se parceló para encajar talleres de muy distinta condición, que fueron los que frenaron el proceso de transformación. El Ayuntamiento creyó ver la luz cuando una inmobiliaria compró el conjunto para construir pisos de lujo. Todavía está el cartel, grande y hueco como un abrazo frustrado. Un Ayuntamiento consecuente hubiera negado la licencia para hacer pisos de lujo entre el barrio de la Bordeta, que es el corazón obrero de Sants, y el antipático edifico de la Campana, donde las cosas de Tráfico, sobre la Gran Via. Vender lujo en ese lugar, aunque sea "a cinco minutos de Plaza España", es crear un gueto virtual idéntico al de Diagonal Mar. Gente con vistas desde la ventana y con piscina comunitaria en el jardín privado, un tipo de vida que no se corresponde con el carácter de Barcelona. Pero la inmobiliaria quería masticar las más de 10 hectáreas y le era igual la Bordeta que la Cochinchina. Al Ayuntamiento, también. Después de todo, incrustó un hotel de lujo en el Raval para redimir el barrio y lo único que consiguió fue mantener vigentes las cenas en Casa Leopoldo, a las que no se atreven los fieles degustadores barceloneses que conocen el percal y que optan por los mediodías. La pregunta es: ¿ha cambiado el Raval?

Los pisos de lujo iban a pagar los equipamientos de Can Batlló. Es la perversión del modelo de entente público- privado que funcionó muy bien cuando los Juegos Olímpicos. Entonces el Ayuntamiento hacía una planificación milimétrica y los inversores construían: la Vila Olímpica es eso. En tiempos de la burbuja, los constructores decidían y el Ayuntamientos calculaba la plusvalía, que era tanta que le salían aberraciones urbanísticas como esos 1.000 pisos de lujo en Can Batlló. O como el planning de La Sagrera, que estaba llamada a ser uno de los monstruos más sonados de este modelo caducado, y la expresión incluye desde la hipertrófica estación intermodal hasta el edificio -"la novia"- de Ghery. Y todo lo que hay en el medio. Pagar bienestar con plusvalías ha sido la perversión del modelo Barcelona. La crisis está causando un dolor insoportable a demasiada gente, pero ha salvado la ciudad de monumentos a la inconsciencia, al orgullo instalado sobre el barro del consumismo, la especulación y la icono-idolatría.

Dicho esto, dos palabras sobre la idea, insistente en los últimos años, de concentrar los equipamientos en un radio limitado, lo que Jordi Hereu definió como "islas". ¿Vamos a continuar con la manía de no hacer ciudad? Ya entiendo que se ponen los servicios donde caben, y suele ser terreno reciclado, pero este tipo de cosas bajan la persiana a las ocho y media y dejan un desierto urbano de grandes dimensiones en el medio de un barrio. Es la lógica del "centro comercial" -ven a hacer de todo hasta la hora del cierre- pero en plan progre. No es lógica urbana y mucho menos lógica mediterránea, latitud en la que la gente disfruta de la calle porque la calle está viva.

Patrícia Gabancho es periodista y escritora

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