A la busca de la alineación perfecta
Azkena Rock cierra una edición llena de rock duro y reflexiones sobre su cartel
Una de las charlas organizadas con motivo del décimo aniversario del Azkena Rock de Vitoria se titulaba La filosofía del Azkena. Y no es un asunto baladí. Se ha convertido en un clásico y tiene sus peculiaridades. Empezando por un público exigente. Las 19.000 personas que casi llenaron cada día, de jueves a sábado, el recinto de Medizabala le son fieles como solo se es a las cosas importantes: el rock o los colores del equipo de fútbol. Aquí la gente se reencuentra año tras año. Se pasa lista a ver quién ha fallado y por qué. Como dijo en ese coloquio Eduardo Ranedo, de la revista Ruta 66, "en el Azkena no hay turisteo".
Eso convierte la elaboración del cartel en algo tan polémico como una convocatoria para la selección. Al parecer cada asistente tiene muy claro cuál es la alineación perfecta. Pero no hay dos que coincidan. Al final, en aquella charla quedó tan claro que en el Azkena no cabe cualquier cosa como que es complicado concretar sus límites. Es un festival de rock, en el sentido más puro de la expresión, y por lo tanto uno de sus extremos linda con el pop, una palabra anatema en este festival, aunque uno de los mejores conciertos que se han podido ver este año haya sido el de Bright Eyes, el grupo del estadounidense Connor Oberst, que si no fue pop, fue algo muy parecido. En cambio otra banda de querencia popera, Eels, falló precisamente por querer rockerizar su sonido. Pasó un rodillo de guitarras por encima de las decenas de matices de sus canciones en disco y las aplanó hasta dejarlas irreconocibles.
Ilustres veteranos como Paul Weller o Gregg Allman salvaron los papeles
La frontera norte del festival queda menos clara. En principio el heavy metal parecía quedar fuera, pero en las últimas ediciones el cartel se ha ido llenando de bandas que transitan entre el hard rock y el heavy metal. El problema es que un buen concierto de una banda de rock duro es una experiencia inolvidable, pero cuando fallan, fallan con todo el equipo. Fue el caso de Ozzy Osbourne. El vocalista de los primeros Black Sabbath, convertido en estrella mediática gracias a un reality show sobre su vida familiar es, con 62 años, una parodia. Un señor de voz bajo mínimos y presencia balbuceante acompañado por una banda de virtuosos excesivos que desplegaron todos los tópicazos del rock más rancio. De los solos inacabables de batería a los ventiladores para que las melenas ondeen al viento. Sin embargo, lo que para los que no están dentro del culto era un suplicio inacabable, para sus fieles fue una experiencia entrañable.
Ha habido mucho este año de rock entendido como una disciplina olímpica. Parecía que el objetivo era tocar más fuerte, más rápido y llegar más lejos que los demás. Nada de sutilezas. En algunas ocasiones salió bien, como con Queens Of The Stone Age; en otras rozó lo patético, como The Cult o Thin Lizzy, capaces de destrozar un repertorio que a priori parecía indestructible. Pero la mayoría de las veces, lo que hicieron grupos como Cheap Trick, Black Country Comunion o Kyuss Lives! fue una nadería intrascendente de máxima contundencia instrumental y mínimo contenido. O un teatrillo tontorrón que pretende dar miedo pero que provoca risa, como el de Rob Zombie.
Ilustres veteranos salvaron los papeles. Lo más destacado del festival fue la elegancia de Gregg Allman, los reyes del rockabilly Brian Setzer o Reverend Horton Heat o un Paul Weller que cada día es más mod. De todas formas la filosofía del Azkena, hedonista y vital, sigue en forma. En unos meses se volverá a hablar del cartel del próximo año. La alineación perfecta está por llegar.
Babelia
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