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Columna
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El don de la alegría

"Vengo de no sé dónde. / Soy no sé quién. / Muero no sé cuándo. / Voy a no sé dónde. / Me asombro de estar tan alegre". Así rezaba el epitafio de Martinus von Biberach, un teólogo alemán del siglo XV del que poco más se sabe. Cuando lo recuerdo, sonrío. Y pienso que pocos dones hay más preciosos que el don de la alegría. A pesar de las incertidumbres y las batallas perdidas, a pesar de los miedos y las plúmbeas preocupaciones, el don del regocijo, el don de sentir y transmitir alegría.

Luego vienen los científicos y urden explicaciones fisiológicas y estadísticas lustrosas. Según éstas, las personas que se ríen con más frecuencia tienen hasta cuatro años más de vida y menos infartos. El cerebro se oxigena, la circulación se aviva y el sentido del humor hace más fuertes nuestras defensas. Así lo explica Natalia López, catedrática de Bioquímica de la Universidad de Navarra. Tras estudiar cómo se comporta el cerebro humano ante un chiste y cómo nos hace reír, extrae además una curiosa conclusión sobre las diferencias entre sexos: "Las mujeres ponen más componente emocional en todo, de tal forma que, para ellas, no es suficiente con que algo sea absurdo para divertirse, mientras que ellos solo con lo absurdo ya se ríen. Por eso se dice que los hombres cuentan más chistes, mientras que las mujeres se ríen más". Lo que para ellas sería aún más necesario, pues tienen mayor tendencia a la depresión que los varones. Así, muchas mujeres, al explicar las razones por las que se enamoraron de sus parejas, aducen: porque me hace reír. Caigo entonces en la cuenta de que ese argumento jamás de los jamases lo da un hombre: ¿se imaginan a uno que diga que está con su novia o mujer porque le hace reír? Como si nosotras fuéramos menos graciosas, oye... No creo, sin embargo, que las causas fisiológicas sean más explicativas en este aspecto que las sociales.

La bioquímica del humor y la alegría es fascinante, sin duda, pero no llega a iluminar el aspecto fundamental: por qué algunos tienen el don y otros no y, sobre todo, cómo se puede expandir y contagiar. Me imagino a Von Biberach como un tipo simpático y risueño -¿cómo sería el sentido del humor del siglo XV? ¿Lo entenderíamos, lo compartiríamos? En lo esencial me parece que sí-. ¿Sonreiría él si le parafrasearan? "No sé si llegaré a mileurista. / No sé si tendré casa, familia, perro. / No sé si votaré alguna vez con convencimiento. / Me asombro de estar tan alegre".

Puede que la alegría, como todo, nazca de procesos bioquímicos inconscientes, pero, sobre todo, nace de la conciencia de que esto -la vida- está repleta tanto de gozos como de absurdos inexplicables, de dolores e imperfecciones que sólo cabe abordar desde una sonrisa. De la conciencia de que, independientemente de lo que recibamos de los demás, nosotros podemos dar algo gratuito, algo poderoso y contagioso. Nuestra alegría.

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