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LAS MOSCAS

Sobre tumbas

Hace tiempo que no pisaba un cementerio de Barcelona. Hace años, me propuse no hacerlo a no ser absolutamente necesario, es decir, a no ser que allí me arrastrara la obligación sentimental o familiar hacia un ser querido, o -toco madera- la propia muerte, en cuyo caso no violaría mi propósito ya que no sería yo quien "pisaría" el cementerio, sino quienes llevaran mi cadáver hasta la sepultura. Estampa improbable, ya que de sobra saben mis allegados que soy capaz de resucitar para morderles los tobillos mientras duermen si no cumplen mi obsesiva voluntad de no ser enterrada. ¿Incineración o entregar el cuerpo a la ciencia? A esa duda dábamos vueltas un pariente y yo, en el cementerio de Montjuïc, donde me llevó el afecto hacia la familia de un amigo fallecido. Hasta hace poco me inclinaba por la incineración, por mi terror desde la infancia a ser enterrada viva, un terror cultivado más tarde por la morbosa adicción a Edgar Allan Poe y avivado por los relatos orales de mi anciana tía Florencia referentes a "la pobre Adelaida", contemporánea suya a quien antes de la guerra dieron por muerta en tres ocasiones y, en tres ocasiones, despertó de un ataque de catalepsia justo cuando abrían la fosa del camposanto del pequeño pueblo aragonés donde ambas vivían.

¿Han dejado de construirse mausoleos las gentes acomodadas?

Siempre me quedó la inquietud de qué ocurrió tras sus tres falsas muertes, si la cuarta, a raíz de la que fue enterrada, fue una muerte real, es decir, eterna. Cuando se lo preguntaba a tía Florencia, siempre respondía que no lo sabía, que cuando Adelaida murió ella ya no vivía en el pueblo. Pero, poco antes de morir, cuando mi tía ya se encontraba en ese estado en que los enfermos recuerdan a la perfección lo ocurrido cuando contaban cinco, cuatro e incluso tres años, surgió un día el tema de la casi enterrada viva y volví sobre mi pregunta: ¿Estaba realmente muerta cuando iban a enterrarla por cuarta vez? Mi anciana tía quedó unos minutos pensativa -o eso parecía- y, con un hondo suspiro, declaró. "Ay, hija, nadie sabe qué ocurre bajo tierra". Respuesta que, evidentemente, me devolvió el pánico a ser enterrada viva. "Tu tía tenía razón; toda la razón", sentenció mi acompañante en el duelo, a quien referí la historia de Adelaida, ante la tumba del amigo muerto. "Nadie sabe qué ocurre bajo tierra". Y, al contemplar mi expresión, sin duda de pánico, añadió: "Por mucho que hablen de la absoluta certeza de muerte física que ofrecen las pruebas médicas, nadie sabe qué ocurre bajo tierra. A veces, cuando, sacan de los nichos los restos de ataúdes y cuerpos en putrefacción para dejar espacio al nuevo, salen trozos de maderas arañados o con señales...". Lo corté en seco. Pero mi acompañante vivía más torturado que yo por el tema. "Por eso no me convence del todo lo de la incineración: puedes despertar entre llamas. Además, con la maldita moda de aventar las cenizas de los muertos en el mar, me han arruinado los baños del verano. Te metes en el Mediterráneo, se te enreda un alga en una pierna y no puedes dejar de pensar que se te han pegado unas cenizas de algún desconocido. Mejor ceder el cuerpo a la ciencia: te trocean y, por muy catatónico que estés, seguro que no despiertas".

Se comprenderá que me alejara de mi acompañante. Con la excusa de fumar en un lugar algo apartado de la comitiva del duelo, me perdí por los callejones próximos al nicho en el que iban a introducir a mi difunto amigo, callejones formados por pisos de más nichos cortados, de vez en cuando, por placitas en las que se levantan los mausoleos de las familias pudientes que, antaño, se erigían en vida la morada eterna. Los hay sorprendentes. La imaginación de sus artífices es, en ocasiones, asombrosa. También, en algunos casos, su coté siniestro e incluso su pésimo gusto. Recordé un libro que, en su día, cuando se publicó, encontré magnífico: Els cementiris de Barcelona, con texto de Carme Riera y fotos de Colita. Creo que no se ha reeditado. Si es así, es una pena. Era una perla. No sé si era en este libro donde leí una historia fantástica. Quizá me equivoque y leyera la historia en una crónica de Joan de Sagarra. O quizá la oí en boca del propio Joan de Sagarra hablando del libro. Lo que importa es la historia, breve pero suculenta, referente a un mausoleo de lo más suntuoso, de lo más aparatoso y descollante que hay en el cementerio de Valencia. Su dueño, un adinerado hombre de negocios, lo hizo construir por un arquitecto de renombre con la orden de que gastara más del doble de lo que había costado el mausoleo más caro de Valencia y de toda España, y que lo dotara de todos los materiales más nobles, costosos y relucientes. Ah, y que contratara al mejor escultor del lugar. Al escultor encargado de crear las figuras de la Virgen, del Dios Todopoderoso, de diversos santos y de un coro de ángeles entre el que destacaría uno, uno en especial, un ángel más grande que todos los demás, más grande que todos los santos, que la Virgen y que el Dios Todopoderoso, un ángel como nunca hubieran contemplado antes ojos humanos. Y, en efecto, fue un ángel especial, muy especial: se alzaba enorme, tocando una trompeta, con largas melenas al viento, con pechos femeninos y los labios pintados. El prócer valenciano, que se había pasado la vida ocultando la existencia de una amante de franco buen ver, la mandó al taller del escultor para que posara para la figura del ángel. Él, su legítima esposa y toda su familia se pudrirían en la tumba, pero la amada ilegítima le acompañaría durante toda la eternidad.

¿Han dejado de construirse mausoleos las gentes económicamente acomodadas? Creo que sí. Y ya mucho antes de la crisis económica. Los ricos, los muy ricos, siguen existiendo, y se han pasado las últimas décadas adquiriendo pisos urbanos de un millón de euros como mínimo, segunda residencia en la playa, tercera residencia en el Pirineo, pied à terre en París, apartamento en Nueva York... Es fácil imaginarlos llegando a casa y anunciando a su pareja o hijos, por ejemplo "Tienes razón, es una tontería ir a Londres, de rebajas, y gastar en el ..., nos saldría más barato un piso en My Fair". Los ricos ahorran así: "nada de hotel cinco estrellas apartado del centro, no hay que derrochar en dinero, mejor un piso en el centro; me ofrecen uno en Bond Street...". En cambio, es difícil imaginar ahora a un cabeza de familia anunciando: "He encargado a Fulanito de Tal, la estrella de la arquitectura catalana, un mausoleo en el cementerio de Les Corts". No, esa aspiración, la residencia eterna para toda la familia, además de la primera, la segunda, la tercera, etcétera, ya no anida en el ánimo de la gente de hoy en día. Las costumbres cambian. En ese caso, es una pena: la construcción de mausoleos de lujo sería una salida para los arquitectos y diseñadores en paro.

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