¿Y el Gobierno vasco qué?
Tras el desastre electoral, el PSOE ha iniciado las tareas de reconstrucción. Ha designado candidato para los próximos comicios y anunciado una revisión de su oferta programática. Pero el destrozo ha afectado no sólo al partido; también y principalmente al país. Pese a todo, el aparato socialista ha decidido agotar la legislatura. Legalidad, legitimación y legitimidad: he aquí el trípode que da soporte jurídico, político y moral, respectivamente, a un Gobierno democrático, según la disección canónica que hacen los teóricos y filósofos de la política.
Que el Gobierno de Rodríguez Zapatero perdure hasta marzo de 2012 es legalmente irreprochable. Que carece de la única forma de legitimación que conoce la democracia, el respaldo del electorado, es algo que ha quedado evidenciado. Queda por dirimir la más compleja cuestión de la legitimidad o justificación moral, esto es, en qué valores se inspira su acción de gobierno y cuál es el grado de eficacia de los proyectos presentados. El presidente se cree en la obligación moral de continuar, ya que es preciso culminar el programa de reformas que atajen la crisis, esa misma crisis durante tanto tiempo negada y que ahora califica como la más grave de la historia de España.
Los votos obtenidos por el PSE y el PP evidencian una clamorosa falta de respaldo al Ejecutivo
Se ha abierto un ciclo político nuevo y el tiempo del actual Gobierno en minoría ha pasado
También el lehendakari López desea agotar el mandato iniciado hace un par de años en unas circunstancias singulares desde el punto de vista de la legalidad, la legitimación y la legitimidad. Una gran parte de la izquierda abertzale se vio excluida de las elecciones autonómicas de 2009 como consecuencia de la ilegalización de la plataforma D3M. Con tan sólo 25 escaños, un tercio del total, se pudo formar un Gobierno de minoría, y el necesario apoyo complementario de los populares -¿alianza estratégica? ¿acomodo táctico? ¿el abrazo del oso?- se plasmó en un acuerdo programático a favor del "cambio", suscrito por PSE y PP. ¿De qué cambio? No se trataba de enderezar ningún rumbo en la gestión de la economía, la sanidad, las infraestructuras o las finanzas públicas -los resultados posteriores lo atestiguan-, sino de dar un giro político y simbólico al modo nacionalista en que Euskadi se estaba construyendo. Socialistas y populares pretendían demostrar que un Gobierno alternativo al nacionalismo era electoralmente posible, y, además, que había llegado el momento, decían, de liberar al país no sólo del terrorismo, sino de todo lastre nacionalista, tanto en su versión etnicista radical y violenta como en la propuesta soberanista sedicentemente democrática.
¿Y se ha producido el "cambio"? No exactamente en los términos deseados. Se ha logrado el debilitamiento, quizás el desistimiento, de ETA, pero no su disolución. Se ha visto forzado el abertzalismo radical a optar por las vías democráticas y rechazar la violencia etarra, pero ha recibido, en contrapartida, un amplio margen de confianza electoral. Ha quedado aparcado el soberanismo, pero su sombra vuelve a planear sobre la vida política vasca. La alternancia tuvo lugar sin ninguna clase de traumas, pero sin el impulso alternativo que los seguidores del nuevo Ejecutivo anhelaban.
Repasemos la situación a día de hoy. Primero, no existe ningún impedimento legal para que el Gobierno de Patxi López concluya su mandato, como tampoco es jurídicamente rechazable la presencia de Bildu en el juego democrático vasco (y español, y europeo). Segundo, la legalización de Bildu reconfigura un escenario político cuantitativa y cualitativamente nuevo con respecto al vivido hace dos años. El lehendakari que, en contra de lo sostenido por el secretario general y otros adláteres de su partido, apoyó la participación electoral de Bildu, jamás podía imaginar que la coalición abertzale le aventajase en más de nueve puntos y en casi 100.000 votos. Es decir, desde la perspectiva de la legitimación, el 16,3% de los votos obtenidos por el PSE y el 13,5% de los votos ganados por el PP, tercera y cuarta fuerzas políticas del país, evidencian una clamorosa falta de respaldo ciudadano al Gobierno monocolor actual y a su programa.
Finalmente, la legitimidad. Consumado un ciclo político donde había quedado apartada una parte significativa del electorado, ¿qué puede hacerse a continuación? ¿qué tareas pendientes urge acometer? ¿cuál ha de ser un nuevo programa, moralmente aceptable tanto desde el punto de vista de los principios en que se basa, como del lado de la responsabilidad o resultados esperables? Parece razonablemente legítima la apuesta por una Euskadi libre, al fin, de toda clase de terrorismo, armado y político, así como a favor de una sociedad plural, tolerante, abierta, que afirme su compleja identidad sin exclusiones, y donde cada ciudadano vasco sea libre, a su vez, de desarrollar su propia identidad. Toda una tarea de pedagogía democrática, que desaconseja en esta hora toda clase de frentismo, la recaída en el soberanismo, o el veto a unos u otros.
Intimamente ligada a la pregunta del "qué" se halla la cuestión del "quién". Un trabajo de reconstrucción política y social tan ambicioso como el que tiene hoy planteado el país no puede llevarse a cabo desde una representación electoral exigua y con un liderazgo carente de reconocimiento. A esta obviedad aritmética se puede añadir la observación de índole cualitativa de que el mejor reflejo especular del tipo de pluralidad que caracteriza a Euskadi lo proporciona la combinación derecha nacionalista-izquierda socialista. ¿Se han ganado o se han perdido dos años? Lo cierto es que se ha abierto un ciclo político nuevo, que el tiempo del actual Gobierno en minoría ha pasado, y que, al margen de esas menudencias llamadas crisis, listas de espera, AVE o museos, el país desea legítimamente que, en punto a pacificación, no se pierda ni un minuto más.
Pedro Larrea es licenciado en Derecho y en Ciencias Económicas.
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