"Literatura nacional"
Tienen razón los que creen que las obras literarias viven y se agrupan al azar de la libertad de la "obra en sí", como nos recuerdan los teólogos de la filología. También tienen razón los laicos que las contemplamos organizadas por la trama civil de la historia. Que en esta pugna latente existan las llamadas "literaturas nacionales" es una posibilidad que conviene tener en cuenta, por lo menos.
Añadiré que, en España, tal cosa ha estado más vinculada a las ideologías liberales que a las conservadoras, al revés de lo que se suele pensar. El gran Menéndez Pelayo, afín a los neocatólicos, fue mucho menos nacionalista a este propósito que el liberal Ramón Menéndez Pidal, el más fértil creador de nuestro nacionalismo literario. La configuración de las letras españolas como una emoción estético-patriótica lo debe casi todo a los libros que escribió Azorín después de 1912 y a ella pertenece la noción misma de "generación del 98", que es nacionalismo es estado puro (el Azorín de entonces era un "reaccionario por asco de la greña jacobina", según dijo Machado: un intelectual que negociaba su reingreso en la nómina de los liberales). Pero el concepto de "literatura nacional" tenía ya entre nosotros una larga trayectoria que incluía los nombres de ilustrados y románticos: Cadalso, Capmany, Quintana y Larra, por ejemplo.
No nos debe extrañar por tanto que la Real Academia haya encargado a Francisco Rico que revitalice el espléndido proyecto que hace unos años concibió para Editorial Crítica y que ahora, con alguna sustanciosa novedad y la misma exigencia, se llama Biblioteca Clásica de la Real Academia Española: poner la "literatura nacional" en 111 volúmenes. Es una idea que la Academia lleva en sus genes dieciochescos y que se plasmó en el artículo 4ª de sus estatutos de 1859 ("preparar ediciones correctas y convenientemente ilustradas de nuestros poetas y escritores selectos de todos los siglos"). Lo puso por obra según acuerdo de 1865 y hasta asignó las tareas a cada uno de sus miembros, pero el empeño duró poco. El proyecto de 1865 coincidía con el final de otro de iniciativa particular, la Biblioteca de Autores Españoles, que concibió en 1845 el poeta catalán Buenaventura Carlos Aribau y llevó a las prensas su coterráneo Manuel Rivadeneyra, impresor y viajero impenitente (la noción cultural de "España" ha sido en los dos últimos siglos una invención de catalanes, más a menudo de lo que piensan y quieren algunos).
La benemérita Biblioteca de Autores Españoles acabó sus días en 1872, subvencionada activamente por el Gobierno y en manos de académicos-políticos. Años después, otras colecciones memorables -como los Clásicos Castellanos de 1910- nacieron a la sombra protectora de la Junta para Ampliación de Estudios (un organismo del Estado), o directamente de su gestión, como la Biblioteca Literaria del Estudiante. Y el 24 de abril de 1936 el flamante presidente del Gobierno de la República, Manuel Azaña, comunicaba a los periodistas que, por su iniciativa, se había aprobado el decreto que creaba una Biblioteca de Escritores Clásicos para "conservación y difusión de los monumentos de la lengua y la literatura nacionales, en los que se reconozcan los más gustosos frutos del espíritu español y algunos de sus más preciados títulos en la historia de la civilización". Quedó nonata... Francisco Rico, que conoce a sus clásicos y modernos, sabe todo esto... De él, de la Academia y de los patronos del nuevo empeño esperamos mucho quienes creemos en la Literatura y en la Historia.
José-Carlos Mainer es director de la Historia de la literatura española (Editorial Crítica) en nueve volúmenes, de los que se han publicado cuatro.
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