Dos horas de beatitud
Eurovisión nos hace mejores personas. Aunque la edición de anoche se celebrara en tierras germanas, los dominios desde los que la pérfida Angela Merkel nos aprieta las tuercas sin temblor en el pulso, los mensajes que recibieron los 150 millones de telespectadores bordearon la beatitud. Es el momento de salvar al planeta y tender una mano al prójimo, nos anunciaron algunos intérpretes. Eurovisión es una Arcadia donde las historias de amor siempre acaban bien, los corazones palpitan desbocados y el ciudadano medio, como nos explicaron los ingleses de Blue, acaba logrando lo que se propone. El lunes (o sea, mañana) volverán los jefes vocingleros, las regulaciones salariales, los vecinos ególatras y las campañas electorales plúmbeas (ah, no; eso, hoy mismo). Mientras tanto, disfrutemos del espejismo: todo el mundo es bueno. A la altura de la edición 56ª, Eurovisión ya no es una caja de sorpresas, pero al menos entretiene y hasta enseña, como Petete (si de verdad existen 43 países europeos, esa clase de Sociales nos pilló con paperas). La cita de Düsseldorf, tan risueña y generosa en cámaras planeantes, nos dejó un buen puñado de certezas. Una: el inglés es definitivamente nuestro esperanto continental, quien sabe si por intercesión de Esperanza Aguirre, pues la lideresa no da puntada sin hilo. Dos: ya no hay sitio para los rodolfochiquilicuatres, ahora nos tomamos el festival muy en serio y solo los rubitos irlandeses, Jedward, dieron la nota con esas chaquetas rojas robótico-galácticas. Tres: España sigue presentando canciones horrorosas, no sabemos si también por culpa de ZP. Y cuatro: hay gente muy guapa por ahí, pero, maldición, nunca viajan en nuestro mismo vagón del metro.
Y luego están las canciones, con mucha tecnopachanguita (larga es tu sombra, Lady Gaga), guiños arcoiris (el sueco Eric Saade será la sensación en Chueca y el Gayxample, sí o sí) y alguna solemnidad ridícula, como la del tenor francés, Amaury Vassili, que desafina en corso, que es más exótico. Hubo poco rollito étnico, y el griego Loucas Yiorcas se lo podía haber ahorrado.
Y hubo también un puñadito de canciones muy potables, a riesgo de que la ortodoxia nos retire la palabra. Molaba ese crooner italiano, Raphael Gualazzi, a lo Jamie Cullum. Tenían gracia los moldavos, Zdob Si Zdub, improbable cruce entre Arctic Monkeys y una banda balcánica de metales. El rumano amante de Pink Floyd (Hotel F.M.) y los islandeses que sustituyeron a su amigo difunto daban muy buen rollo. Y la serbia Nina, con su toque Motown, es fantástica. Duele decirlo, pero Caroban es mejor que cualquiera de las del último disco de Duffy.
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