La primera muerte
Cuando fallece un deportista, se muere parte de nuestra infancia. La pasión por el deporte se gesta en la niñez y los sueños de gloria primero encarnados en nuestros cuerpos delgados persiguiendo balones y más tarde en los de los futbolistas o los jugadores de baloncesto nos acompañan siempre. El amor incombustible por el deporte es una aflicción típicamente masculina. Es quizá el infantilismo perenne del hombre lo que mantiene vivo el gozo por los regates, los drives, los adelantamientos. Un lugar de nosotros sigue habitado por un niño que nos impulsa a gritar en las gradas, ante la tele, todavía jugando los jueves en la liga del trabajo.
Por eso cuando desaparece un ídolo ese chaval enferma. Ahora la muerte se ha llevado a Seve más allá del último búnker, del último green, de la última arboleda. Severiano Ballesteros fue un deportista de estatura mundial durante los ochenta. Quienes aún éramos niños entonces no seguíamos el golf, un deporte minoritario en aquellos tiempos en España, pero Seve nos hizo sentirnos orgullosos de ser españoles. Hace treinta años los deportistas nacidos en España apenas besaban medallas, ni mordían copas, ni levantaban trofeos en los palcos de los estadios.
Seve era superlativamente bueno en un deporte que contribuyó a propagar por España y por Madrid
Entrevisté una vez brevemente a Severiano Ballesteros. Me habló pausadamente, con dedicación y amabilidad a pesar de asaltarle al final de una rueda de prensa. Seve siempre ha tenido cara de bueno. Era bueno. Lo fue conmigo y lo fue superlativamente en un deporte que contribuyó a propagar por España y, por supuesto, por Madrid, donde hay más federados que en ninguna parte de la península, 100.000, el 30% de los que campan por el país. Fue precisamente en nuestra ciudad donde Seve pasó ingresado 72 días tras la última intervención en su cerebro. En La Paz le extirparon dos tumores malignos hace dos años y medio. En su cabeza debieron encontrar un montón de cálculos de viento, cientos de palos, un millón de trayectorias posibles desde el tee hasta la bandera, prados rasurados y lagos oscuros. En su cerebro el cirujano tuvo que hallar tres Open Británicos, dos chaquetas verdes y varios puñetazos de euforia al aire. Allí estaba la clave del mejor golf, de uno de los mejores golfistas de la historia.
El deporte nos mantiene jóvenes. Alimenta al chaval interno. En los terrenos de juego y las canchas se suceden las generaciones pero parece que los aficionados no envejecemos, que podemos personificarnos en los nuevos críos que salen de las canteras, seguir galopando sobre la cilindrada de sus músculos. Nuestra esperanza no transparenta hasta que un grande muere.
Hace poco más de un mes se retiró uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos: Ronaldo. Saltó al campo del Bernabéu para despedir su carrera ante una afición que, a pesar de haber contemplado una versión de tendones remendados y kilos extra, conoció a un prodigio del gol. El día que Ronaldo asumió el fin de su ciclo como futbolista, dijo: "Es mi primera muerte". El deporte se asocia frecuentemente a la salud, "deporte es vida" sentencian algunas campañas para fomentar el ejercicio físico. Y, como consecuencia, la ausencia de los deportistas supone una defunción. Por encima de todo es una debacle para ellos, quienes súbitamente se transforman en otra persona, en alguien desconocido incluso para sí mismos. Ni siquiera regresan a un estado primigenio. Nunca antes habían tenido que vivir sin la ilusión de ganar un partido.
La semana pasada vimos el, probablemente, último duelo de Raúl en Copa de Europa. El jugador madrileño es el hombre que más encuentros y goles atesora en la Champions League. Su despedida de la competición de las estrellas ha sido apoteósica, propulsando al Shalke 04 a unas semifinales. Raúl no solo se resiste a morir futbolísticamente, sino a que lo maten. A que lo entierre cierto sector de la prensa y del propio madridismo. Y mientras el siete blanco (aunque ahora vista de azul) lucha sobre la hierba por no perder la infancia, durante los últimos días Severiano Ballesteros ha batallado sobre una cama por no quedarse sin la vejez. Aunque lo bueno de los deportistas, de sus fallecimientos tanto deportivos como vitales, es que no son definitivos. Siempre estaremos los aficionados manteniéndolos vivos en nuestra infantil devoción por el deporte que, para cuando no estemos, ya hemos pasado a nuestros hijos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.