Nadie llora a Osama
Washington prefirió una mentira de Estado antes que reconocer un asesinato selectivo. El anuncio del respeto al "rito islámico" quiso poner a salvo la condición democrática de EE UU
De acuerdo con la versión de la Casa Blanca, el cadáver de Osama Bin Laden fue preparado según "el rito islámico" y, acto seguido, arrojado al mar. Las explicaciones a este proceder se han referido, por lo general, al hecho de no darle sepultura conocida, y el acuerdo ha sido amplio en torno a la idea de que el Gobierno norteamericano quería evitar la creación de un santuario donde acudirían en peregrinación los partidarios del terrorista. Menor atención se ha prestado, sin embargo, a los preparativos religiosos del cadáver, con independencia de que verdaderamente se hayan llevado a cabo o no. La deferencia hacia el enemigo muerto, hecha pública de inmediato, parecía cumplir una doble función: transmitir la imagen de que, pese a haberlo ejecutado, se le había respetado en algún punto y, en segundo lugar, desactivar el rechazo que, de conceder crédito a los manuales de teología y antropología recreativas que han inspirado la guerra contra el terror, provocaría entre los musulmanes sepultar sin preparación un cadáver.
Disparar contra enemigos desarmados difícilmente puede ser entrar en la calificación de "acto de guerra"
Estados Unidos sigue siendo un país democrático, pese a la inquietante involución de su sistema político
En la interminable lista de agravios contra los musulmanes perpetrados desde que Bin Laden apareció siniestramente en escena, este no pasará por ser de los menores. ¿De verdad se sigue pensando entre los estrategas de la guerra contra el terror que a un musulmán que haya perdido a su familia a causa de un crimen ordenado por Bin Laden le importa mucho que se vistiera su cadáver con una camisola blanca, se le introdujera en algo parecido a un saco y se le rezaran tres azoras, piadosamente traducidas al árabe por un hablante nativo? ¿Con qué clase de ciudadanos piensan los ideólogos de esta estrategia que están tratando? ¿En qué tipo de seres alucinados por un credo religioso se empeñan en convertirlos al dedicarles el delicado gesto de preparar según "el rito islámico" el cadáver de un repugnante asesino, que ha matado a muchos de sus conciudadanos y ofrecido la coartada para que los repriman dictaduras como las de Túnez o Egipto con el beneplácito general? ¿No debería tomarse nota, con todas sus consecuencias, de que en ningún rincón del mundo ha habido masas fanatizadas lanzándose a las calles para lamentar la muerte de Bin Laden?
La teología y antropología recreativas que han abducido el debate político e intelectual desde el 11 de septiembre han jugado malas pasadas a los aventureros que, utilizando el monstruoso atentado como coartada, pretendieron exportar la democracia a bombazos. Pero ahora están a punto de jugársela además a quienes se opusieron a aquella locura, al ocultarles el verdadero significado de que el Gobierno de Estados Unidos asegure haber cumplido con "el rito islámico" antes de arrojar el cadáver de Bin Laden al mar. Con este gesto conseguía marcar diferencias con una práctica -la de arrojar cadáveres al mar- que inevitablemente evoca el comportamiento, entre otros, de los oficiales de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada con los enemigos del golpe de Estado en Argentina. Frente a esa evocación tan inevitable como terrible, la condición democrática de Estados Unidos se ha querido poner a salvo, no evitando incurrir en el mismo comportamiento, sino tomándose la molestia de preparar el cadáver del siniestro terrorista según "el rito islámico". Imagínese por un instante que la Casa Blanca hubiese comunicado, sin el aditamento de la mención religiosa, que el cadáver de Bin Laden había sido arrojado al mar después de abatirlo a tiros en su escondite de Abbottabad...
Si la hipocresía es en el fondo un tributo del vicio a la virtud, las contradicciones sobre la muerte de Bin Laden en las que ha incurrido la Administración norteamericana son, por su parte, la paradójica prueba de que, a diferencia de la Argentina de la ESMA, Estados Unidos sigue siendo un país democrático, pese a la inquietante involución de su sistema político provocada por la adopción de la estrategia de la guerra contra el terror. Las primeras informaciones suministradas por el Pentágono hablaban de un tiroteo durante el asalto y la captura; Bin Laden, oponiendo una resistencia numantina, se habría parapetado tras una mujer que también resultaría muerta, al igual que otros tres habitantes del escondite. Si la operación se hubiera desarrollado de este modo, confirmando la versión que circulaba bastantes horas después de los hechos, pocos argumentos servirían para cuestionar la manera en la que se había dado caza al terrorista número uno. Si el Pentágono la puso en circulación en primer término fue, seguramente, porque entre recurrir a una mentira de Estado o reconocer un asesinato selectivo, sus dirigentes debieron de experimentar la vaga sensación de que la primera alternativa les alejaba menos del comportamiento que se espera en un sistema democrático.
Pero la versión cambió de un momento para otro, y los argumentos que habían sido desechados hubieron de regresar a la palestra. Bin Laden no iba armado, ni tampoco usó como escudo a la mujer que resultó muerta, según confirmó el Pentágono. El único habitante del escondite que abrió fuego contra los soldados norteamericanos habría sido el correo de confianza que sirvió a los servicios de inteligencia para descubrir el paradero de Bin Laden, Abu Ahmed el Kuwaiti. Nada más conocerse esta nueva versión de los hechos de Abbottabad, la Administración estadounidense todavía intentó ofrecer otra paradójica prueba de que sigue siendo un sistema democrático, pese a la estrategia de la guerra contra el terror.
Tanto los portavoces del poder ejecutivo como los del judicial buscaron justificar la actuación de los soldados calificándola como "acto de guerra". Lo más significativo de este intento desesperado de sobreseer un comportamiento que, de acuerdo con la nueva versión, no puede serlo no es que disparar contra unos enemigos sin armas difícilmente encaje en la noción de "acto de guerra"; lo más significativo es que muestra la repugnancia que, por fortuna, por inmensa fortuna, sigue experimentando el actual Gobierno de Estados Unidos a hablar de asesinato selectivo o de ejecución extrajudicial, por más que sea eso, eso exactamente, lo que llevó a cabo. Se dirá, no sin razón, que es una exhibición de hipocresía. Por vía de comparación se podría observar, sin embargo, cómo el vicio volvió a rendir tributo a la virtud: el presidente del Comité de Asuntos Exteriores y de Defensa del Parlamento israelí, Shaul Mofaz, aseguró que Estados Unidos había recurrido a la misma estrategia que emplea su país contra los terroristas y, a continuación, llamó a incrementar los asesinatos selectivos de palestinos, según recogía el Jerusalem Post. No es eso lo que se proponen los dirigentes norteamericanos.
Calificando de acto de guerra la muerte de Bin Laden, y anunciando el fin de Al Qaeda -algo que, a todas luces, resulta cuando menos prematuro-, Obama parecía estar transmitiendo un mensaje subterráneo diferente del expreso. Lo que para la Casa Blanca se habría acabado después del asalto al escondite de Abbottabad no es el yihadismo, que podría seguir golpeando mientras exista un solo fanático y un único kilogramo de dinamita, sino la guerra contra el terror como estrategia para combatirlo. El debate sobre la tortura como medio para obtener información que permita dar caza a los terroristas, reabierto en Estados Unidos por Dick Cheney tras la captura y muerte de Bin Laden, es, en realidad, teórico, o, más bien, retrospectivamente exculpatorio: Guantánamo continúa en funcionamiento, no por voluntad, sino por incapacidad de Obama para cerrarlo, pero desde su llegada a la Casa Blanca cesaron las torturas a los detenidos. Cheney y, con él, los partidarios de la estrategia de la guerra contra el terror desean que se les reconozca la parte que supuestamente les correspondería en la captura de Bin Laden. No solo para reivindicar la paternidad del éxito, sino para lavar en él los execrables abusos cometidos.
El último de ellos, el deliberado asesinato de Bin Laden en el momento de su captura, es, sin duda, responsabilidad de Obama, no de Bush y sus adláteres. Pero, a diferencia de estos, Obama no escogió entre alternativas aceptables e inaceptables partiendo de cero, sino que se limitó a convalidar la única que ofrecía la lógica siniestra de la guerra contra el terror, con su parafernalia de nuevos conceptos jurídicos, limbos extralegales e impunidad para sus ideólogos y ejecutores. El Gobierno de Estados Unidos tal vez podría haber hecho frente a los riesgos para la seguridad que generaría un Bin Laden vivo y entre rejas, lo mismo que lo hizo mientras estuvo en libertad. Lo que no estaba en condiciones de resolver eran los problemas jurídicos que suscitaba. ¿Qué debería hacer con Bin Laden vivo, recluirlo en Guantánamo como jefe de los "combatientes enemigos" y privarse, así, de someterlo a cualquier género de juicio, justo o injusto, como sucede con el resto de los internos? ¿O debería haberlo entregado a los tribunales de Estados Unidos, incurriendo en la contradicción de ofrecer un juicio justo al máximo jefe de los "combatientes enemigos" mientras se le sigue negando a estos por el derecho que adquirirían a perseguir penalmente a sus captores, desde los presidentes Bush y Obama hasta el último de los carceleros de Guantánamo?
La Administración norteamericana ha cometido un asesinato selectivo, y habrá voces que lo justifiquen o que nieguen que lo sea y voces que se limiten a condenarlo invocando los principios. Pero ni una ni otra postura pueden responder al interrogante de por qué lo ha cometido. El simple intento de hacerlo la coloca ante la evidencia de que la estrategia de la guerra contra el terror es un imparable sumidero por el que se despeña la democracia, y del que hasta ahora ningún dirigente ha conseguido ponerla a salvo. La opción no se agota en el aplauso o la condena, sino que debería ser posible compartir entre demócratas el mismo escalofrío.
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