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EXTRAVÍOS
Columna
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Inmanencia

AHORA QUE, excepcionalmente, se puede contemplar en nuestro país la obra del pintor francés Jean-Baptiste-Siméon Chardin (1699-1779) gracias a la espléndida muestra que se exhibe en el Museo del Prado —¡67 cuadros representativos de todas sus épocas y temas, entre los que hay media docena de obras maestras!—, debemos preguntarnos por qué ha ido cobrando para nosotros tanta importancia un pintor que no se la concedía a sí mismo en absoluto, en cierta manera para conformarse con la opinión de sus propios contemporáneos. Especialista en naturalezas muertas y en escenas de costumbres, géneros artísticos tradicionalmente considerados como inferiores en la medida de su intrascendencia narrativa, Chardin ingresó en la Academia en un puesto de rango menor.

Es cierto que a algunos pocos colegas, críticos y aficionados de su época no se les escapó su extraordinario talento, pero sin casi nunca poder explicarse entonces la causa de su admiración. En realidad, la fama de Chardin empezó a fraguarse durante la segunda mitad del siglo XIX y no se consolidó de forma plenaria hasta casi la segunda mitad del XX, con lo que interrogarse sobre ello es un asunto de absoluta actualidad.

Esto es, en efecto, lo que le ocurrió al filósofo francés André Comte-Sponville (París, 1952), que, en 1999, o sea: con motivo de celebrarse el tercer centenario del nacimiento del maestro, publicó un luminoso ensayo sobre su pintura, ahora traducido al castellano con el título Chardin o la materia afortunada (Nortesur), edición enriquecida con la incorporación de otros textos del pasado dedicados a este tema escritos por autores del calibre de Diderot, los hermanos Goncourt y Proust. Esta incorporación documental posee una particular relevancia porque no son textos de especialistas, historiadores o críticos de arte, sino de literatos que no pueden escudar su pasión en determinaciones técnicas o eruditas.

Aunque Comte-Sponville ha escrito su ensayo sobre Chardin con plena solvencia histórica, acreditando que ha consultado toda la bibliografía esencial publicada sobre el pintor, su objetivo no ha sido hacer una monografía al uso, sino relatar lo que ha pensado acerca del valor de su arte y, por tanto, del valor del arte en general. Al final de dicho ensayo, Comte-Sponville trata de condensar su apasionada y apasionante meditación sobre la obra de Chardin mediante una cita de Simone Weil, en la que la también pensadora francesa afirma que "la atención absolutamente pura es plegaria", esa forma de oración por la que literalmente el sujeto se trata de plegar con reverencia —se arrodilla—, no ante lo real, sino ante lo que hay en ello de verdad; en suma: lo que la realidad más humilde nos revela. La revelación del arte.

Esta revelación artística es tanto más asombrosa cuanto, como en el caso de Chardin, se fija en seres y enseres cotidianos desprovistos de cualquier énfasis; aquellos, en fin, desprovistos "de cualquier promesa, de cualquier dogma, de cualquier fe necesaria; y de cualquier posible esperanza". "Es", continúa Comte- Sponville, "una espiritualidad en la inmanencia, y debido a ella, como un recogimiento ante el ser o la materia.

Chardin sólo pinta lo que ve y no anuncia nada más que lo que pinta" (…) "Su reino es de este mundo: su reino es el mundo mismo". ¿Y cuál será esa adoración con la que Chardin se postró ante lo material de la materia para luego revelar su verdad? Esa, su plegaria, la de Chardin y la de cualquier auténtica pintura, es, concluye Comte-Sponville, "silencio", "y es la más bella que yo conozco".

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