Un hotel para la cordura
Camuflado Mourinho, el fútbol recuperó la naturalidad. Sin espinas, salió de las cloacas que tanto gustan a algunos. En Barcelona solo hubo un partido. Mejor o peor jugado por ambas partes, pero solo un encuentro de fútbol, sin cicuta. La serie de clásicos resultó venenosa hasta que los futbolistas recuperaron todo el protagonismo. De esa batalla salió vencedor el Barça, mejor enhebrado que su adversario, que ha perdido demasiado tiempo en los mesiánicos enredos de su técnico, que abdicó del juego para dar la lata donde no le corresponde, en su premeditada guerrilla con supuestos zombies arbitrales y directivos. Su caprichoso absentismo ante los medios y en el Camp Nou (salvo que estuviera blindado con un disfraz) ha tenido un efecto nocivo para sus chicos, a los que ha privado de la oportunidad de discutir con los azulgrana solo en el césped, siempre sometidos por los fantasmas de un entrenador que les llevó por un sendero que no era el suyo. En Barcelona, sin miradas turbias desde la zona de los banquillos, los jugadores se limitaron a la causa que les es propia. Se impuso el Barça; estuvo, y bien firme, el Madrid. Nada más.
El Madrid tenía, tiene, más argumentos para debatir en el campo que en los juzgados. Esta vez no le alcanzaron en la Liga española ni en la europea, pero no ha tenido la oportunidad de expresarse futbolísticamente en plenitud, sin otras distracciones, sin coartadas a la vista, sin más excusa que la pelota. Anoche solo dimitió el entrenador, que ya advirtió la víspera a través de su portavoz, Karanka, que el duelo era secundario. Para el Barça o el Madrid ni los trofeos de la galleta son cosa menor. El partido de ayer se jugaba en el Camp Nou, no en los despachos de la UEFA. Así lo entendieron los jugadores madridistas, que pusieron empeño en la quimérica aventura, como les correspondía por profesionalidad. El Madrid, acorde con su historia, el único currículo que cuenta, no entregó la cuchara. Se venció por el fútbol. Por el fútbol del Barça, una partitura única hoy en día. Lo hizo con honradez, sin siquiera sacar la bandera blanca tras el gol de Pedro. Justo lo que se espera de un club con su heráldica. El mejor o peor repertorio futbolístico es una cuestión de ciclos, pero el Madrid no puede cambiar la fachada. Su voluntarismo está muy por encima de los jerarcas de los despachos o los árbitros de turno. Cuando cae, el Madrid tiene que caer como ayer, con toda la grandeza, de frente ante un rival con tanta enjundia. Esa es su solera. Por eso el Real Madrid es una institución mayúscula y majestuosa, no porque alguien de paso le arrastre por la carroña.
En el clásico más limpio de la serie, sin agravios, piques, matonismos ni rencillas, uno y otro se dedicaron al fútbol, cada cual con su ideario. Con la pelota, como era previsible, se impuso el Barça. Y con Víctor Valdés como máximo síntoma. En este equipo la toca hasta el portero, asistente crucial en el primer gol de la noche. Pedro, otro símbolo del parvulario formato barcelonista, puso la guinda. Con todo en contra, resurgió el Madrid. Sin el balón, pero con agallas. Como resultado, no hubo distensión alguna hasta el final. Y nadie se acordará del nombre del colegiado, del delegado de la UEFA o de Mourinho. El fútbol es de otros. Hay hoteles para la cordura.
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