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Política en tiempos revueltos

Juan F. López Aguilar

Durante los últimos tres años se ha escrito sobre esta crisis como nunca antes de ninguna otra. La evaluación de daños es abrumadora. Para los progresistas, el balance sigue siendo un inquietante contraste entre las certezas proclamadas y la reiteración de errores que nos alejan del remedio. Desde una primera óptica, conexa a la naturaleza de la globalización financiera, la izquierda europea asistió atónita a la efímera consigna que apelaba nada menos que a la "refundación del capitalismo", para después constatar, modesta y desoladamente, la necesidad imperiosa de "salvar la economía de mercado" -espacio de bienes públicos- frente a "estos mercaderes" más próximos al préstamo usurario que al intercambio con riesgo y responsabilidad social. Se trata, en otras palabras, de rescatar la economía capitalista de estos capitalistas con tan recurrente tendencia a suicidar a los estratos vulnerables del sistema: trabajadores desclasados, millones hoy desempleados, clases medias empobrecidas y clases pasivas atemorizadas frente a las pavorosas incertidumbres del futuro.

Los progresistas están golpeados por la crisis y por la propaganda del fin de las alternativas
Las políticas de austeridad han desencadenado desazón y frustración

Desde el pensamiento económico progresista, la principal contradicción ya no es en la actualidad la que enfrentaría, como antaño, a capital y trabajo, sino la que enfrenta hoy a la economía productiva y a la financiera, asfixiada aquella por la falta de liquidez y crédito de una gran banca que no ha visto disminuir sus beneficios ni ha renunciado a las prácticas de lucro especulativo. La tarea de la izquierda ya no sería, tan solo, resolver la tensión entre mercado y Estado, sino preservar la economía social de mercado frente a la del casino financiero global.

No se ha escrito lo bastante de las consecuencias políticas de esta crisis. El malestar social ha sido tan profundo que ha acentuado el déficit de visibilidad de lo que realmente nos pasa -oscurecido en la hojarasca del pensamiento experto-, desembocando en un problema de visibilidad de los márgenes de maniobra frente a lo que nos pasa. De este modo, la política ha venido cediendo terreno a la expansiva desconfianza, al cinismo y la indignación frente a males cuya comprensión se escapa a la mayoría y cuya corrección escaparía a nuestras posibilidades. Todas estas derivas entrañan una seria amenaza contra esa política que merece y necesita respeto y afecto, en la medida en que sea nuestra si es que quiere llamarse democrática. Pero ninguna de ellas es neutra ni indiferente según se proyecte su impacto sobre los segmentos más o menos conservadores o progresistas del arco social y electoral. Esta dimensión de la crisis se está ensañando con Europa. No solo con sus Estados miembros, sino con la idea y el proceso de construcción euro

pea. Y lo está haciendo

con una virulencia inédita en sus efectos.

Grecia, Portugal, España, países cuyos Gobiernos socialdemócratas han sido minorizados en un entorno agresivamente conservador, han sido deliberadamente asediados en su determinación por hacerse distinguibles. Se ha dificultado su esfuerzo por preservar la identidad de sus políticas sociales. Aun así, han asumido el deber de acometer apuestas drásticas de austeridad que han desencadenado, inevitablemente, desazón y frustración en quienes confían sus expectativas y su propio bienestar a la movilización de recursos públicos. Algunos afirman que ello ha oscurecido el margen de maniobra que todavía tienen los Gobiernos en función de sus opciones y prioridades distintivas.

Así, el esfuerzo en España por preservar, en las duras, la cobertura al desempleo, la educación, la innovación o los servicios sociales resulta poco conocido en relación a su contraste con las políticas que la derecha ha impuesto en Reino Unido, Italia o Francia.

Los socialistas europeos estamos compelidos a relanzar una agenda tan desafiante como la que supone amar en tiempos revueltos: conjugando lo mejor del liberalismo (ciudadanía, ejemplaridad) y la socialdemocracia (republicanismo cívico, garantías de igualdad de derechos y oportunidades, combate a las desigualdades y no discriminación, políticas emancipatorias y de no dominación), e incorporando con fuerza ecologismo y sostenibilidad (un nuevo mix energético y un combate decisivo frente a la reiteración de lo errores del pasado: urbanismo predatorio, devastación ambiental, endeudamiento familiar, insostenibilidad... y corrupción a raudales). Una nueva etapa de crecimiento sostenible requerirá nuevas actitudes ante el bienestar y el consumo: no cambiar de valores, sino aprender a defenderlos en un contexto nuevo, inédito. En muchos sentidos, más difícil, y por ello más exigente.

En nombre de la política, la socialdemocracia europea tiene ahora un desafío todavía más perentorio: afrontar la ola de populismo bajo la que se enmascara la nueva extrema derecha, esa misma que en España aún conglomera el PP. Primero fueron los africanos y árabes inmigrantes, luego siguió el islam, vinieron después los gitanos (ciudadanos europeos) y ahora, directamente, los países con problemas, estigmatizados por ineficientes, despilfarradores de fondos. Solo aparentemente el objetivo primario de esta retórica del odio se contrae a las políticas que han hecho de Europa un modelo (el gasto social, la integración, la lucha contra la exclusión). Envalentonados por el amedrentamiento de capas sociales crecientes, el radio de fuego de su visceralidad, cada vez más localista y antieuropea, se amplía contra las ambiciones de la Europa que nos hace falta (libre circulación de personas, Schengen, una diplomacia común, una política exterior globalmente significativa, solidaridad europea frente al impacto humanitario de las crisis, emergencias y conflictos regionales...).

Pero no nos equivoquemos: el foco último de su estrategia es brutalmente antipolítico: desprecio a las instituciones representativas, incitando a la desafección y desmovilización, pero aprovechando a fondo sus oportunidades en medio de la irritación. Crispar contra los políticos como figurantes superfluos e irrelevantes respecto de oscuras fuerzas telúricas que supuestamente nos mueven, redunda en el menosprecio de Parlamentos y Gobiernos, no obstante haber sido elegidos y aunque no hayan sido estos los causantes del destrozo. E induce a la desmotivación de los votantes progresistas, golpeados no ya solo por los efectos de la crisis, sino por la ensordecedora propaganda del fin de las alternativas y de la renuncia a optar. La gota malaya del descrédito y la exasperada búsqueda de chivos expiatorios en las instituciones, nacionales o europeas, eludiendo la mirada hacia donde aniden las causas de tanta aflicción, es parte de una estrategia inocua para una derecha ya berlusconizada, pero devastadora en la izquierda. Y debe ser contestada por una estrategia pareja en su determinación y aprecio de lo que está en juego: habrá que explicar qué pasa y responder qué se propone cuando como, un suponer, una empresa con beneficios multimillonarios decide repartir dividendos entre sus directivos... y despedir o prejubilar sin miramientos a miles de trabajadores. Para que tanta malaise no tenga en la antipolítica su primer y último impulso. Y para que otra política pueda tener, en cambio, su oportunidad.

Sabemos que, en tiempos de cólera, lo primordial es prioritario: recobrar las propias fuerzas, salir del bache, remontar; esa es, comprensiblemente, la consigna de muchos Gobiernos, cueste lo que cueste.

Pero incluso dando por buena esta selección natural de esfuerzos proporcionados a nuestras urgencias, la socialdemocracia no tendrá tarea más importante, en este tramo del siglo, que defender la política frente a su antipolítica: el riesgo del populismo y la nihilización mediática y plutocrática de lo que un día llamamos modelo social europeo.

Juan F. López Aguilar es presidente de la delegación socialista española en el Parlamento Europeo.

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