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Columna
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Mírala

Madrid, ahí: mira la gran ciudad, intúyela entre la nube tóxica de su aire y la nube tóxica de su ruido. Si te dejan los coches, si los edificios lo permiten -tan altos, tan anchos mares de ladrillo-, camina por tu barrio: yo paseo y observo a algunos metros de casa una avenida que desciende hacia el río, y en cuyo final se adivina otro barrio, agua a través. Recorro esa avenida, me alejo de casa, y me asomo a las obras que terminan y me asomo a los comercios que en esa zona sí merecen ese nombre; las tiendas tan distintas a las tabernas y barras de diseño que escoltan las calles por las que ando día a día. Otra mañana apuesto por la dirección contraria, y me asomo al viaducto -permiso, cristalera-, y me saludan el vacío y los bloques, la ciudad que se crece, todo lo que veo a menudo y no conozco. Pasos hacia el centro de la ciudad, pasos hasta esos límites -el Manzanares, la mampara para evitar suicidios-, paseos poco más. Escucha, Wittgenstein: los límites de mi mundo no los marca el lenguaje, no los marca el cansancio, sino la pegatina azul en el parquímetro: cuidado, que te sales del barrio.

Nos hemos encerrado en ese puñado de calles que definen la rutina, en torno a la oficina y la casa

El portavoz de IU en el Ayuntamiento de Madrid, Ángel Pérez, pintó Madrid -en el último pleno de esta legislatura- como una ciudad que se olvida de sí misma: no desatiende sus postales, pero ha olvidado que existe más allá del alcance de los turistas. Ha aportado fotografías que denuncian carencias en los distritos, promesas que no se han cumplido; y también, al mismo tiempo, nos ha obligado a reflexionar. ¿Qué Madrid conocemos? ¿Aquella ciudad en la que trabajamos, aquella ciudad en la que vivimos, quizá en la que nacimos? ¿Algo más? Me lo preguntaba en un cercanías, regresando del norte de la Comunidad; me lo preguntaba en otro cercanías, viajando hacia el sur; me lo preguntaba en varios coches, cruzando un Madrid cuyas calles me sonaban de los planos de Metro, poco más.

Identificaba centros comerciales que solo conocía de folletos publicitarios, algunos paisajes me recordaban a los de mi barrio de la adolescencia en Córdoba; me planteaba animarme algún fin de semana, emprender una excursión a un Madrid que no aparece en las guías, que tampoco figura en las prioridades políticas, y que al mismo tiempo encarna el Madrid verdadero. Múltiple, vivo en realidad, con raíces y personalidad frente al cartón piedra; pequeñas ciudades contenidas en la gran ciudad. Sin embargo, nunca me animo. Nos hemos encerrado -me he encerrado- en ese puñado de calles que definen la rutina: cuanto circunda la oficina, todo en torno a casa, apenas una visita esporádica al centro si no vivimos cerca. Madrid es una ciudad de más de tres millones de personas con prisa: si no nos queda tiempo para conocernos, ¿qué rato aprovecharemos para conocerla?

No hablo de museos, no hablo de monumentos, nunca de esos lugares que mostramos a los amigos que nos visitan, y a los que regresamos en alguna mañana por llenar las horas: hablo de las esquinas de los mapas, sobre a cuántas cuadrículas del "usted está aquí". Hablo de pasear por esa avenida que desciende hasta el río y no detenerse a observarlo y dar la vuelta, sino cruzar el puente y andar, y dirigirse hacia ningún lugar concreto, y torcer una esquina y descubrir un parque del que nada sabíamos -si es que lo hay-, y sentarnos en él, leer quizás, llamar a alguien, y caminar, y de repente identificar un número de autobús, una parada de metro, y entonces volver a casa, o deshacer el camino a capricho: ahora por esa calle de la que antes renegué, más tarde vislumbrando lejos una señal que nos acerque al barrio. De pasear y mirar más allá sabe mucho más que yo la narradora Elvira Navarro, que en su blog Madrid es periferia (http://madridesperiferia.blogspot.com) recorre una ciudad sin logotipos ni lavados de imagen: una Madrid sucia de vivir, alcanzada a base de transbordos, que ella cuenta con los ojos muy abiertos, interpretando edificios y ligando construcciones al contexto, enlazando con sus recuerdos, reinventando a Perec. No ahorra datos, se recrea en las anécdotas...

Quien no inventa no vive, aseguró el jueves Ana María Matute; Elvira Navarro -tan matutiana, por otra parte- nos demuestra que a quien no pasea, a quien no observa, le cuesta respirar. Leía las declaraciones de Ángel Pérez, me perdía entre trenes y vagones, regresaba a los viajes de Elvira Navarro por esa Madrid que es más Madrid, que sabe mejor, que se reconoce más, que la de tiendas de souvenirs y carteles publicitarios. Ahí, Madrid: mira la gran ciudad, esa que no se compone solo de historia, sino que construye su historia lejos del centro. Entre las nubes de humo de coche, entre las nubes de ruido de cláxones, mírala.

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