Lo putrefacto

Un nuevo presidente hereda lo que perpetró el anterior. Sobre todo ha de brear con lo putrefacto, tratar de enmendarlo. Puede que no sea justo heredar un marrón pero una presidencia no se comienza con la pizarra en blanco. Obama heredó grandes marrones. Marronazos, para ser precisa. Los marronazos de Bush fueron la base de la campaña política de los demócratas. Era inspirador construir un discurso esperanzado para un pueblo en crisis, con un alto porcentaje de indigencia, una clase media más empobrecida que su generación anterior, un ejército envuelto en una guerra desatada por falsas evidencias, una educación pública desposeída de medios y un prestigio internacional por los suelos. La luz que proyectaban las palabras de Obama alcanzó más allá de las fronteras de los Estados Unidos, mucha gente creyó que un cambio de rumbo drástico en la manera de hacer política era posible. No se puede afirmar que no hayan tenido lugar cambios fundamentales, el esencial, que George W. Bush dejara la Casa Blanca, lo cual supone en sí un gran avance, aunque el antiamericanismo concluya por sistema que cualquier político estadounidense está cortado por el mismo patrón. Hoy son los mismos demócratas americanos los que se muestran más desinflados con quien provocó lágrimas de emoción el día de su victoria. Los papeles de Guantánamo, que dan fe de lo que en esa prisión ocurrió hasta 2009, son una muestra de que lo putrefacto es responsabilidad de quien gobierna aunque fuera un invento del anterior.
Guantánamo no es la preocupación prioritaria para los americanos pero constituye una mancha vergonzosa, ilegal, inaceptable. Cierto es que su cierre no depende solo de la voluntad del presidente, pero su pervivencia denota una gran falta de carácter. Y no se puede gobernar sin carácter, por buenas que sean las intenciones o grandes las promesas.
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