Abracadabra, pata de cabra
Duele. Duele que las Cortes catalanas, de ilustre aunque desigual pasado, se frivolicen, que aquella primera Cámara medieval fundada por Jaume I en el siglo XI a la que los historiadores idolatran, se convierta en un escenario de Walt Disney. Se trata de la más importante institución de Cataluña, el Parlament. Su prestigio es el nuestro. Y cuesta, a muchos les saca de sus casillas, transformarse, gracias a la varita mágica de su actual presidenta, Núria de Gispert, en un pueblo de celestiales hadas. Le dieron a elegir y no escogió ser la reina Ermessenda, tampoco salir en la contraportada de este diario disfrazada de pubilla con su redecilla y sus alpargatas. Ella quiso concedernos un deseo y convertir la Cataluña del déficit y los recortes sanitarios en una bella carroza de cristal. Y con dos pares, se vistió de hada madrina.
La decisión de Núria de Gispert de posar disfrazada de hada ha desatado en Cataluña una oleada de vergüenza ajena
Su abracadabra no ha acabado de entenderse. Las quejas, los aullidos de miedo al ridículo nacional, se oyen en las panaderías y llegan hasta los más altos despachos. No tienen género. Ni siquiera las señoras se apiadan de su ingenuo deseo. "Que la primera mujer que preside el Parlament nos haga esto...", suspiran muertas de vergüenza. Los hombres, sin distinción ideológica, toman distancias y aprovechan para recordar a Josep Tarradellas, aquel presidente de imponente presencia a quien nunca vimos sin corbata y que consideraba propio de excursionistas salir a la calle en mangas de camisa.
Entiendo que duela, aunque tampoco es para tanto, que esa jurista tan seria y, como ella misma reconoce, tirando a muy sosa se atreva a aparecer cubierta con una capa de sintéticos brillos y blandiendo una estrella de purpurina. Me admira esa falta absoluta de sentido del ridículo, porque al pueblo catalán, que solo se disfraza en carnaval, exponerse a la risa le da pavor. Los anglosajones son famosos por su extravagancia congénita. Son capaces de vestir faldas de cuadros (ellos) y de colocarse un nido entero de pájaros en la cabeza para ir a las carreras (ellas). Y su príncipe se disfraza de esnob en cada boda real. Sin embargo, en estas tierras el disfraz hay que rodearlo, para ser aceptado, de un aura intelectual o encuadrarlo, como hicimos con los bigotes de Salvador Dalí, en alguna corriente artística. Surrealista. ¡Ah!, vale.
Según el historiador Ian Gibson, "Dalí era como una cebolla escondiéndose detrás de muchos disfraces, siempre aparentando lo que no era". Dalí, además de esconderse, también se divertía. Espero que Núria de Gispert, inmersa en esa transformación a destiempo, al menos se lo pasara bien. La imagino agarrada a la varita mágica de la hija del fotógrafo, mirando fijamente a cámara. Una mujer sin miedo. Pero sus asesores de comunicación (si los tiene) deben de estar escondiéndose debajo de la carroza de cristal, esperando que pase la tormenta para ir a recogerla al baile. Las críticas caen sobre mojado, después de varios y reiterados errores de comunicación por parte de este Gobierno de los mejores.
Por otra parte, De Gispert no ha sido la primera. Hace algunos años, en La Vanguardia, el presidente Artur Mas se vistió de Sant Jordi. Malla corta y lanza en mano, su recia bota pisaba una araña de mentirijillas. Lo recuerdo con la frente altiva, protegiéndose con su escudo de lo que estaba por llegar, ese largo y duro recorrido por el desierto del tripartito. Mírenlo hoy: presidente de la Generalitat. Y José María Aznar, en aquel momento presidente de la Junta de Castilla y León, apareció vestido de Cid Campeador; al poco, gobernaba España.
Muchos han hecho esta gracia, la de transformarse en lo que siempre quisieron ser. Lo que son en el fondo de su corazón. Chesterton, el escritor británico, lo dijo bien dicho: "Cada uno se disfraza de aquello que es por dentro. A algunos hombres no les disfrazan, los revelan". La mayoría de nuestros líderes se revelan triunfando, matando al dragón, expulsando a los moriscos o metiéndonos en guerras que no son nuestras. La presidenta del Parlament quiere ser hada madrina. Pues si he de escoger, y aun admitiendo una primera y mordaz carcajada, prefiero su varita mágica. Lástima que no tenga poderes.
Rosa Cullell es periodista.
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