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Columna
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El más

Carlos Boyero

Cumplirá 70 años en mayo, aunque agoreros con fundamento presintieran que se lo iba a tragar la carretera en la decada de los sesenta. Después de inventarse dos discos, Higway 61 revisited y Blonde on blonde, que mantendrán intacto su poder de fascinación en el próximo milenio, y de andar pasado de vueltas, se metió un hostión en moto que estuvo a punto de privarnos definitivamente de ese torrente incomparable de música y palabras, bálsamo y perturbación, reinvención continua y esplendorosa de sí mismo llamado Robert Zimmerman, alias Bob Dylan.

Convencido de que la distancia y el enigma le sientan bien a los mitos, de que su obra habla por sí misma y sobran las explicaciones públicas, Dylan jamás ha dado cancha a los medios ni ha lanzado besos al público que tanto le ama. Como Antonio Machado, podría decir: "Me debéis cuanto escribo". Pero, a veces, ha hecho concesiones. Relatando en primera persona, con hermosa escritura, algunas cosas que han ocurrido en su vida (lo mínimo), en sus gustos y en su música en Crónicas y la insufrible novela experimental Tarántula. También permitió al vigoroso y lírico Sam Shepard que fuera testigo de su gira con Rolling Thunder e imprimiera la privilegiada experiencia en un hipnótico libro. Y de monarca a monarca, se prestó a que Scorsese le entrevistara en ese maravilloso documental sobre lo que ha supuesto Dylan en la historia de EE UU titulado No direction home.

Por extraños azares, nunca había visto el documental Don?t look back, que rodó en blanco y negro Pennebaker sobre la gira que hizo por Inglaterra en 1965 el músico (o lo que sea) que cambió todo. Haciendo zapping en el generalizado vertedero televisivo de la noche del viernes me encuentro en La 2 con él. Y flipo. Vuelvo a creer en los milagros. También siento el imán que acompaña a ese Dylan vacilón, sarcástico y coqueto. Sospecho que los extraños que intentaban acercarse a él, periodistas, políticos y fans, salieron mosqueados ante la burla surrealista y sistemática de su desdeñosa boca. Tampoco le hace mucho caso a su cantarina novia Joan Baez. El solo fuma y escribe a máquina, mientras que el encorbatado mánager negocia la pasta. También toca la guitarra y canta. Solo en el escenario. Y es fantástico escucharle. Antes, ahora y siempre.

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