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Columna
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República, votos nulos y 'peep toes'

Cada 14 de abril, en el Reino de España se conmemora la Segunda República. Esta vez, se cumplen 80 años desde aquel de 1931 en el que la Puerta del Sol se transformó en un hervidero de esperanzas políticas: si hubiera cabido un alfiler, habría sido tricolor, como los cientos de banderas que fueron ondeadas por una muchedumbre entusiasmada por el cambio. La Segunda República viene a cumplir 80 años en una escena crítica, convulsa y confusa, y su perfil histórico adquiere, por justo contraste, el de una abuela aún sana y vital, a cuya biografía volvemos los ojos para rendir homenaje y de cuya experiencia queremos aprender. Es un acto de justicia porque a la Segunda República le hicieron luz de gas sus falsos justicieros, que durante 40 años de dictadura militar cimentaron la falacia de que había sido ella la culpable, no solo de todos los males de España, incluida la ignominia de una Guerra Civil, sino de su propia caída y desaparición. Que quienes toman el poder por las armas, a través de un golpe de Estado, hagan semejante acusación recuerda a aquellos jueces que absolvían a los violadores porque sus víctimas llevaban minifalda: iban provocando.

Los políticos en campaña gritan, gesticulan, dan palos de ciego en medio de una crisis sistémica
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Estas interpretaciones revisionistas son difundidas por quienes pretenden tergiversar lo que había sucedido antes de la tragedia fratricida y el drama fascista: la ciudadanía (a la que entonces se llamaba el pueblo) despojó de sus privilegios y expulsó de su poltrona a unos monarcas que apoyaban a un dictador, Primo de Rivera. De ahí el entusiasmo en aquella Puerta del Sol, ese afán que fue socavado durante cinco años, brutalmente combatido durante otros tres, indigna y sistemáticamente desfigurado durante 40 y tristemente ignorado a partir de la Transición. Y, no obstante, aquella República cumple ahora 80 años como una abuela lúcida cuya memoria no es solo la referencia de un legado sino la vigencia de un discurso cargado de valores: el de una nación que se modernizó, al fin, a través de la educación y de los logros sociales, de la laicidad, de la liberación feminista, de los derechos de los trabajadores.

Ochenta años después, y dadas las circunstancias, esos valores adquieren un nuevo sesgo, no ya como meros intereses de actualidad sino como plenas necesidades, cada vez más imperiosas: la educación sigue siendo nuestra gran asignatura pendiente; los recortes sociales han echado a los jóvenes a las calles y han sumido a los mayores en la incertidumbre; el laicismo es una quimera en la que la Iglesia católica sigue recibiendo prebendas de un Estado que trata además de hacer malabares con las sombras de otras confesiones; las mujeres aún no han alcanzado una igualdad real; los trabajadores vuelven a ver cómo se tambalean sus derechos.

Y, en el marco de la celebración de la memoria, los partidos políticos y sus líderes se hallan en plena vorágine preelectoral. Como cabezas de la organización social que presuntamente son, habrían de responsabilizarse de semejante situación y asumir, con valentía, que los únicos votos que debieran valerles vendrían cargados de un entusiasmo republicano, es decir, preocupado y ocupado por la cosa pública, por los valores vigentes y las necesidades imperiosas de la ciudadanía. Pero los políticos en campaña gritan, gesticulan, dan palos de ciego en medio de una crisis sistémica tal que el pueblo ya no se contagia de su supuesto entusiasmo. Y no solo eso sino que busca nuevas formas de intervención. Una de ellas, la campaña por el voto nulo, una propuesta de intervención radical en las estructuras del sistema, un voto de protesta políticamente incorrecto (representado, por ejemplo, por unas papeletas que entrarían en las urnas con una figura sentada en un váter). Su mensaje ha circulado profusamente por la Red: "No fastidia a ninguno de los que quieren jugar a la farsa electoral, y no lo hace porque ni siquiera juega, rompe las reglas, no las acepta, y lleva así por tanto implícito el mensaje de protesta". Es la abstención pero es activa y clara y no se confunde con la desidia o el pasotismo, expresa una discrepancia formal con las normas, con la manera de hacer de la clase política, en definitiva, con el sistema que nos gobierna.

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"El voto nulo no quiere un pequeño cambio, quiere un cambio sustancial, quiere otra manera de hacer las cosas". ¿Qué pasaría si triunfara el voto nulo? No puede saberse y la pregunta no pasa de ser una hipótesis poco realista. Pero lo interesante y lo cierto es que esta y otras iniciativas muestran que ha cundido un afán contrario al estado de la cuestión, que los políticos no deben ignorarlo ni la ciudadanía desestimar sus posibilidades de acción. Parece que es posible: en plena debacle mundial, el pueblo de Islandia ha dejado boquiabierto al mundo tomando las riendas que sus dirigentes dejaron desbocadas. Claro que Islandia es la democracia más antigua del mundo, algo tendrá eso que ver. Mientras que aquí celebramos entre dientes nuestros mejores logros históricos, los de una República cuyo perfil contrasta con el de una Monarquía que (más allá de un cuestionamiento esencial de su naturaleza) nos deja boquiabiertos con el perfil clónico de sus peep toes.

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