Más poderoso, no más sabio
El Banco Central Europeo (BCE) es el más independiente y poderoso del mundo. Mucho más que la Reserva Federal de Estados Unidos (FED). ¿Tenemos que sentirnos muy orgullosos de ello? Depende, porque esa extraordinaria e inusual independencia no quiere decir que sea más responsable ni más sabio. Que los bancos centrales no dependan de los poderes políticos es siempre una buena cosa, porque les permite poner límites a la inflación y evitar escenarios como los posteriores a la I Guerra Mundial. Cierto, pero está por ver que las decisiones del BCE estén siendo más equilibradas a la hora de ayudar al empleo, a la inversión y al crecimiento que, por ejemplo, las de la FED o del Banco de Inglaterra, que son también independientes, pero menos.
Los directivos de la FED no están en el Olimpo, fuera del alcance de los mortales, como sí parecen estarlo Júpiter Trichet y su corte
La subida de los tipos de interés en 0,25 puntos (hasta el 1,25) anunciada por el BCE esta semana no sería un gran problema si no presagiara, como parece, una serie de aumentos que pueden llegar hasta tres cuartos de punto más en lo que queda de año. Esa sería una decisión muy perjudicial para España, que tiene un 20% de paro, que necesita fortalecer como sea su crecimiento y que, al manejar dinero más caro, pagaría más por casi todo, con lo que eso supone para las hipotecas, el consumo, la deuda y el crédito. A España le hubiera venido mejor una política como la que mantiene la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra (que está fuera del euro y que ronda el 0,5), pero lo cierto es que estamos, y queremos estar, dentro de la moneda única y que hay que atenerse a las decisiones del BCE.
Eso no debería implicar que el Gobierno español se limite a mantener una actitud estoica y a aceptar sin pelear unas decisiones que tienen mucho más que ver con el miedo alemán a la inflación que con el raquítico crecimiento español. Claro que quizá cuando hubo que haber dicho algo fue cuando se aprobó el estatuto del BCE y se aceptó que el objetivo principal del banco fuera la estabilidad de precios, sin matices. Nada que ver con la ley estadounidense que fija a la Reserva Federal tres tareas prioritarias, por este orden: 1) fomentar de forma eficaz un nivel máximo de empleo; 2) precios estables, y 3) tipos de interés a medio plazo moderados.
La radical diferencia entre los dos bancos centrales no pasó inadvertida en su momento. Muchos recordaron que existía una ley, la Humphrey-Hawkins Act, de 1978, que obligaba a la Reserva Federal a mantener políticas a favor de un crecimiento económico equilibrado, mientras que el BCE quedaba prácticamente liberado de ese compromiso. Hubo muchas otras divergencias. Por ejemplo, los seis miembros del comité ejecutivo del BCE son nombrados por los jefes de Estado y Gobierno de los Quince y no tienen que ser refrendados por nadie más, aunque el Parlamento Europeo tenga derecho a emitir un voto consultivo. El nombramiento de los siete miembros del comité equivalente en la Reserva Federal tiene que ser refrendado por el Senado, que puede rechazarlo.
El estatuto de la Reserva Federal puede ser modificado por el Congreso de Estados Unidos. El del BCE es prácticamente imposible de cambiar. Las decisiones de política monetaria del BCE no pueden ser revocadas por ningún organismo de la Unión ni por los Parlamentos nacionales. La ley estadounidense establece que el Congreso puede revocar cualquier decisión de la Reserva Federal, con una ley y el visto bueno del presidente. Esta facultad no ha sido utilizada hasta ahora, pero procede de la idea de que la independencia de la Reserva Federal es consecuencia de una delegación de autoridad del Congreso y sirve para recordar, aunque sea ligeramente, a los directivos de la FED que no están sentados en el Olimpo, fuera del alcance de los mortales o de la república. Como sí parecen estarlo Júpiter Trichet y su corte.
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