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Columna
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¡Maldito metro!

Hay cosas en la vida que no se pueden dominar. No hablo de los huracanes, los tsunamis o los accidentes de tráfico, que los ha habido, los hay y los habrá, sino de cosas más urbanas, cotidianas y, por ello, terriblemente malsanas, amenazas contra la salud psíquica de los ciudadanos. ¿A que acojona dicho así? Pues las hay, y no están relacionadas con el tercer milenio ni con el cuarto, ni las ha maquinado Berlusconi después de una fiestecilla de las suyas, esas reuniones en las que se debate sobre el sexo de los ángeles. ¿O no era de los ángeles?

Que no, que hay cosas en la vida que no se pueden dominar. La primera, en mi caso, empieza ya a molestarme, porque lo he intentado todo y no he conseguido nada. Debo de ser un malísimo estratega, un detective horroroso. Vamos, que si estuviera en CSI sería porque dicho centro se llamase Consejo Superficial de Individuos. A ver: ¿es posible que un ciudadano como yo que usa el metro desde aquel 11 del 11 a las 11 cuando su madre lo parió no haya conseguido más que una sola vez en tantos años evitar que ese artefacto cerrara sus puertas y huyera cuando yo estaba en la canceladora? Así es. No exagero ni un ápice. Solo una vez, y muy recientemente, cacé a ese animal huidizo aun a riesgo de escogorciarme en las escaleras de acceso de la estación de Abando. Una vez nada más te amé en la vida. Una sola noche de amor. Un solo momento de empatía en tantísimos años, algo que no me había ocurrido en tantos años de usuario del metro de Madrid, ni siquiera en el de Moscú, tan bello como viejo. Incluso en Praga lo pillé así sin más ni más -y debo confesar que una vez no pagué, porque no llevaba monedas nacionales-.

Hay algo satánico en el metro de Bilbao que me ha echado el mal de ojo. Ya se ha convertido en un asunto entre él y yo, un juego diabólico en el que él me rehúye mientras yo trato de poseerlo con sus puertas abiertas de par en par. Pero no lo consigo, casi nunca lo consigo. Solo una vez logré engañarle y atrapé una puerta abierta. A veces pienso que es el conductor, que a sabiendas de mis horarios -cosa por otra parte diabólica en sí misma, lo que explica el carácter satánico del asunto- se propone voluntario para seguir socavando mi autoestima, para hacerme sentir como una mierda, como esa multitud de ciudadanos que encogen el cuello cuando les sorprende la lluvia sin paraguas y piensan que con la cabeza agachada se mojan menos.

Me dicen mis buenos amigos que deje de obsesionarme y piense en que, por ejemplo, peor es la maldición de Berlusconi y ahí resiste Italia. Pero yo no me quito de la cabeza el metro. Yo pienso que tiene vida propia, que sus faros son ojos, que su ding dong es la voz escondida de la niña de El exorcista. Porque no me lo explicó de otra manera. He pensado en denunciarle, pero los metros no pueden declarar. ¡Maldito metro! ¡Y, encima, el jodido funciona bien!

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