Un presidente interino
Todos los problemas políticos, dijo Manuel Azaña en su memorable discurso sobre el Estatuto de Cataluña, "tienen un punto de madurez, antes del cual están ácidos; después, pasado ese punto, se corrompen, se pudren". Es lo que ha ocurrido con la eventual renuncia a una tercera candidatura del presidente del Gobierno cuando decidió convertir una cuestión política en un asunto privado: de la acidez, el problema político de su sucesión ha pasado a la putrefacción. Al día siguiente de comentar, para que todo el mundo lo supiera, que ya había tomado una decisión sobre su futuro, conocida por su esposa y un amigo, el presidente estaba obligado a hacerla pública, aunque solo fuera para evitar que el problema de su sucesión de ácido pasara en una noche a putrefacto.
Y si no estaba dispuesto a hacerla pública, por el prurito de alimentar esa bobada que se dice sobre su maestría en el manejo de los tiempos, mejor hubiera sido no haber comentado nada, porque hoy, tres meses después del comienzo del juego de adivina, adivinanza, a un buen número de electores, gente adulta, les trae sin cuidado que Rodríguez Zapatero se presente o no a las próximas elecciones: han decidido ya que en ningún caso lo van a votar. Quizás no sepan todavía a quién votarán, si lo harán en blanco o si se quedarán en casa. Pero una cosa es segura: que no votarán a Zapatero. Tal es el grado de irritación a que conducen estos juegos sin sentido.
De manera que este problema político en estado de putrefacción no afecta a los electores; afecta a la presidencia del Gobierno y al partido del que el presidente es secretario general. A la presidencia, porque en los críticos tiempos que corren, su ejercicio requiere una plenitud de autoridad que Zapatero ha perdido al declararse presidente interino. Y al partido, porque con las elecciones a la vuelta de la esquina, la incertidumbre sobre el futuro agravará los daños que hoy parecen irreparables. En un sistema tan presidencialista es una ilusión esperar que, por suprimir un mitin, los electores no tendrán en cuenta la desorientación que reina en la cima.
No es fácil, de hecho, nunca ha resultado exitosa, la sustitución en la dirección de un partido ni, de rechazo, la sucesión de la presidencia del Gobierno en un sistema como el nuestro. La renuncia forzada de Suárez alentó un golpe de Estado; la dimisión, forzada también, de Felipe González como secretario general se saldó con una derrota electoral sin paliativo; la renuncia, única voluntaria, de Aznar abrió las puertas al candidato de la oposición que habría necesitado una o dos legislaturas más para madurar, y ahora la de Rodríguez Zapatero se anuncia como una comedia de enredo de la que difícilmente resultará algún fruto para el partido, a no ser que se vayan aclarando los papeles que cada cual juega en esta pieza.
Sin renovadores a la vista, y con todos los conmilitones/conmilitonas de Zapatero con las alas chamuscadas en el brasero presidencial, quedan solo los mayores, los de la anterior generación, restos del naufragio causado precisamente por la sucesión mal resuelta de González. De ellos, solo uno cuenta, el vicepresidente primero que, es de suponer, mirará con gesto como de cansancio toda esta faramalla montada en torno al día en que por fin el presidente se digne informar al público de la decisión que más beneficia a su partido y a España. Si ya lo tiene difícil para remontar la derrota anunciada, solo faltaba, en medio de una crisis que no cesa y de una guerra que no acaba, que le organicen unas primarias con el único objetivo de mostrar que, en España, las mujeres están preparadas para gobernar.
De manera que la broma privada sobre una cuestión pública ha metido a la presidencia del Gobierno y al PSOE en un buen lío. Esta situación, soportable en tiempo de bonanza y en un sistema con mandatos limitados, no lo es en tiempo de crisis y en un sistema parlamentario en que, por necesidad, toda sucesión forzada tiene algo de traumático. Lo sensato sería acabar con la incertidumbre poniendo fin de una sola tacada a la interinidad en la presidencia y a la sucesión en la candidatura con una fórmula inédita, que un amigo periodista -préstamo de Miguel Ángel Aguilar- sugirió hace años para un caso similar: anunciar la renuncia y ejecutarla en el acto. Pero eso, que equivaldría a dar paso a un nuevo presidente del Gobierno sin primarias y sin disolución anticipada de las Cortes, quizá no sea la mejor solución ni para España, ni para el partido, ni para... Rodríguez Zapatero.
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