Hacia la cuarta revolución tecnológica
A lo largo del siglo XIX y parte del XX se produjo una revolución en la energía. La explotación de nuevas fuentes (carbón, petróleo, gas natural, nuclear) y los avances tecnológicos que se produjeron (máquina de vapor, electricidad, motor de explosión, motor de reacción...) permitieron la consolidación de la sociedad industrial.
En la segunda mitad del siglo XX ha tenido lugar la revolución de la información. Los nuevos progresos tecnológicos (teléfono, radio, televisión, informática, digitalización, Internet...) han impulsado, con otros elementos no técnicos, la aparición de una sociedad conectada y globalizada.
Vivimos ahora la revolución de las tecnologías derivadas de comprender los mecanismos de la vida a nivel celular, especialmente los de la genética. Las biotecnologías son y serán un gran elemento del progreso humano en el campo científico y tecnológico.
Hemos de reducir el consumo energético y cambiar hábitos y las tecnologías que usamos en los procesos de generación
Pero, paradójicamente, nuestra sociedad tiene de nuevo, sin saberlo, un urgente problema energético. Es cierto que poco a poco va tomando conciencia de ello, y en las últimas semanas, las revueltas en el norte de África y el terremoto en Japón han acelerado esta percepción. El problema es fácil de formular. Las capacidades globales de obtención de recursos y de generación de energía no cubren ya los niveles de consumo actuales, y mucho menos los previsibles para los próximos años. Este desequilibrio es el fruto de varios factores: las reservas explotables de combustibles fósiles se están agotando, y aunque ello no fuera así, no podemos seguir quemándolos al ritmo actual porque la cantidad de CO2 que produce su combustión amenaza la estabilidad del clima terrestre. La alternativa nuclear, que no produce CO2, se está llenando de crecientes incógnitas sobre la seguridad. La energía derivada directamente del sol o del viento, que tiene todas las ventajas, solo está disponible mientras hace sol o hace viento, y no hay por ahora un sistema capaz de almacenarla. A todo esto se suma la rápida y continuada aparición de centenares de millones de personas de países emergentes que acceden a un nivel de vida que supone un aumento de su consumo energético.
El problema está servido. Su solución tendrá muchos componentes, pero pasa inexorablemente por la reducción del consumo per cápita. Este consumo por persona se ha multiplicado en Europa por un factor de entre 10 y 15 en los dos últimos siglos (en América del Norte, tal vez el doble). Es necesario reducirlo a la mitad. Por raro que parezca, ello es posible sin que tengamos que reducir drásticamente nuestro bienestar, aunque sí cambiar nuestro modo de vida. La razón es que, sin ser conscientes de ello, la energía que resulta útil para nuestra vida es una parte pequeñísima de la que consumimos, ya que en el proceso de obtención, transformación, distribución y consumo final se pierde o se malgasta hasta el 80% o el 90% de la energía inicial. En algunas actividades, como el transporte en vehículos privados, la energía útil puede ser menos del 5% de la que se consume.
Dicho claro: hemos de reducir mucho nuestro consumo, sin necesidad de volver a una vida frugal, austera o primitiva. Eso sí, hemos de cambiar bastantes de nuestros hábitos (algunos de los cuales no resisten un examen objetivo en términos de eficiencia) y además hemos de cambiar las tecnologías que usamos en los procesos de generación y de consumo. Estas tecnologías, que tanto bienestar material nos han proporcionado, fueron desarrolladas en un contexto de gran abundancia de recursos con relación al pequeño número de consumidores (unos pocos centenares de millones), y por ello la eficiencia no era una exigencia importante. Actualmente la situación es la inversa. Necesitamos cambiarlas por otras nuevas.
Es urgente poner en marcha la segunda revolución de la energía, que será la cuarta revolución científico-tecnológica de la época moderna y que en los próximos años debe dar ocupación en Europa a millones de personas con distinto tipo de formación (científicos, ingenieros, implantadores, personal de fábrica o de obra, sociólogos, economistas...). La tarea de inventar nuevos productos, rehacer edificios e infraestructuras, cambiar sistemas de transporte o modificar hábitos en todas nuestras actividades ha de ser inmensa e intensa. Aprovechémosla ya para resolver el reto energético y, a la vez, para crear la ocupación que tanto necesitamos.
Joan Majó es ingeniero y ex ministro de Industria.
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