Trabajos forzados
A los cinco años vi por primera vez Mary Poppins. A los cinco años caminé por primera vez, de la mano de mi madre, por la Gran Vía de Madrid. A los cinco años vi por primera vez un negro que se cruzó con nosotros en la Gran Vía. A los cinco años vi, por vez primera, el luminoso del edificio Carrión, que por entonces no era aún el de Schweppes. A los cinco años quise ser Julie Andrews, volar en paraguas y cantar con Dick Van Dyke supercalifragilisticoespialidoso. A los cinco años me entraron unas prisas terribles por ser adulta. Hoy, después de cuarenta y cuatro años, después de haber visto lo menos una docena de veces Mary Poppins; después de odiar a Julie Andrews en mi adolescencia para volver a amarla ahora, cuando ya soy capaz de admirar la cursilería; después de años viviendo en una ciudad mucho más diversa que la mía; después de que mi propia ciudad se abriera a otros tonos de piel; después de haber aprendido a degustar los musicales y de entender que de ellos surgieron las mejores canciones del siglo XX; después, digo, de haber caminado la noche de tantas ciudades, después de cuarenta y cuatro años, llevando en las plantas de los pies miles de kilómetros de acera, después de todo eso, me reconozco en los anhelos de cuando tenía cinco años. Dame una ciudad. Dame un atardecer. Dame unos luminosos que se vayan encendiendo al tiempo que la huella del sol se borra del horizonte. Dame unas buenas botas para caminar. Dame algo de dinero, claro, que las criaturas por la noche no beben agua. Y suéltame ahí. Ya verás lo que me cunde. Y qué tarde llego a casa. Ah, en esencia no cambiamos. Recuerdo que Haro Tecglen decía, en una de nuestras cenas en Casa Perico, una taberna situada en una calle de actividad más nocturna que diurna, la Ballesta, que a él había dejado de interesarle la noche cuando empezó a ser invisible para las mujeres. Lo entiendo. En las salidas nocturnas hay algo de posibilidad de aventura que se va encogiendo con la edad. Pero lo entiendo solo hasta un punto. Los fabuladores tenemos la ventaja de ir por el mundo cazando aventuras ajenas y eso de salir a la calle dispuesta a espiar la vida de otros es uno de mis pasatiempos favoritos. A menudo, me digo que estoy trabajando, para que no me remuerda la conciencia y permitirme varias salidas nocturnas a la semana. Esto es trabajo, me digo. Entonces me lo tomo con rigor. Y trabajo es maquearse, trabajo es sacar entradas para un club. Trabajo es tomar el metro y mirar a quien no mira. O tomar un taxi. Cuando le pido el recibo al taxista, pienso, "esto son las dietas". Por trabajo acudo a este lugar nocturno desde hace años, el "Oak Room" del hotel Algonguin. Sí, el de la escritora Dorothy Parker y otros tantos de The New Yorker que ocupaban la célebre mesa redonda. Sí, ellos también trabajaban allí. Bastante. Por trabajo, bebo. No tanto como Jack Lemmon en Días de vino y rosas ni como los de la mesa redonda. Yo soy más cobarde y me gusta salir de pie de los sitios. Por trabajo me pido una margarita, que es un cóctel que parece una mariconada por el nombre pero que te tumba al tercero. Por trabajo miro a mi alrededor y veo (una vez que mis ojos se han acostumbrado a la penumbra aterciopelada de este comedor que parece un vagón del Orient Express) que a mi alrededor hay un montón de clientela que ha venido esta noche a trabajar. Vamos, yo diría que todos. Hay una cantante octogenaria a la que he visto cantar en otras ocasiones, Barbara Cook. Es divina, operadísima, ave de clubes, esencia del viejo Nueva York. Hay algún crítico de The New York Times o de The New Yorker, al menos lo parecen, son hombres de melena blanca y soliviantada. Hay pastel de cangrejo en mi plato. Casi siempre hay pastel de cangrejo en mi plato. Viene de Maryland y está delicioso. Hay un hombre a mi lado que dice que también está trabajando. Que escribe, dice. Ya somos dos. Y hay una cantante por la que estoy aquí esta noche, Jessica Molaskey, que hace unas versiones maravillosas de viejas canciones de los años veinte y treinta. Esto, esto y no otra cosa, es exactamente lo que yo quería aquella noche de invierno en que tenía cinco años, la primera vez que vi a Mary Poppins, que vi al primer negro, que paseé por la Gran Vía, que quise ser una mujer como Julie Andrews y cantar con Dick Van Dyke supercalifralisticoespialidoso. ¡Esto era! Lo que ocurre es que entonces no sabía ponerle nombre ni sabía definirlo con tanta precisión como ahora que lo tengo aquí todo, delante de "estos ojos míos" de 2011. Todo estaba contenido en aquel deseo en abstracto. Así han de ser los deseos, abstractos, para que se cumplan sin dificultad. Si una desea ser registradora de la propiedad la cosa se limita bastante, pero si lo que desea una es ser Julie Andrews es relativamente fácil que el deseo se realice. No hace falta ser actriz, ni tan siquiera saber cantar como Víctor o como Victoria, basta con estar aquí, años después de que la arrogancia juvenil te impidiera disfrutar de noches como esta, que tienen algo de sueño barato, cursi, reluciente. Como una joya falsa. Basta con que en tu mente suene, como si fuera un himno, aquella canción, My favorite things, con la voz de Andrews o con el saxo de John Coltrane. Basta con eso.
Espiar la vida de otros es uno de mis pasatiempos favoritos. Para aliviar mi conciencia me digo: estoy trabajando
Barbara Cook es una cantante octogenaria, divina, operadísima, ave de clubes, esencia del viejo Nueva York
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