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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Algunos gloriosos bastardos

Carlos Boyero

Algunos espíritus con tendencia a la dispersión, incapaces de dotar de orden sentimental y profesional su convulsa existencia, solo encontraban sentido a su vida en la certidumbre de que sabían encontrar en su casa el libro, el disco, la película que necesita cada estado de ánimo. Aunque cualquier acto cotidiano bordeara el desastre, aunque a veces necesitaran esfuerzos épicos para levantarse de la cama, estaban seguros de que encontrarían amparo y fuerzas recurriendo a páginas impresas que estaban en el inamovible sitio al que las habías destinado en su guarida. Pero puede ocurrir que hacer obras mínimas en el devastado refugio, que el celo de la eterna asistenta por encontrar una armonía en medio del aparente caos, las funestas cosas de la vida que parecen superficiales derrumben con una chorrada ese equilibrio tan duramente conseguido. En ese momento solo queda tu memoria para recuperar lo que amas. Pero tu memoria, que era prodigiosa a niveles líricos y prácticos, que te reafirmaba en lo que amabas, a pesar del desánimo, exaltando las cosas normales o supuestamente prodigiosas que habías disfrutado, se torna como algo borroso, expresa balbuceos o desesperación cuando te falla, cuando no puedes identificar con un nombre lo que tienes tan diáfano en tu cerebro y en tu sensibilidad.

Hay una respuesta inmediata en los nuevos y pragmáticos tiempos para todo aquello que la esclerosis de tu memoria intelectual y sentimental es incapaz de asociar con un nombre concreto. Las enciclopedias y los diccionarios de la nueva era no exigen mancharte con tinta. El temblor ante ello de los incapaces de entender el progreso debe de ser parecido al que sintieron los retrógrados del siglo XV cuando apareció la imprenta de Gutenberg. Ahora, toda la sabiduría del mundo está concentrada en una tecla milagrosa que recupera asépticamente (como antes) todas aquellas cosas a las que tu memoria es incapaz de poner nombre. El nuevo almacén de la sabiduría del mundo me cuentan que se llama Google, Wikipedia. Y los que vendrán. Y yo qué sé. Y un tal Mark Zuckerberg (sí, ese chaval asqueroso en la descripción que hacen de él en La red social) que es el legítimo rey del mundo, que ha cambiado para bien los tiempos, que ha propiciado gracias a Facebook la rebelión contra las dictaduras ancestrales de los más castigados y olvidados del planeta.

Y me ocurre que sin poder encontrar en mi desordenada biblioteca (desde hace tiempo los libros que compro los regalo o los tiro, ya no tienen sitio en mi casa, pero con ese gesto tan práctico como desesperado también sabes que se está acercando la muerte) las páginas subrayadas con una pluma o un bolígrafo y las frases que te conmovieron ya no puedes recuperarlas en su exactitud, en su plenitud. Hay autores clásicos y maravillosos de los que no se ha grabado en tu subconsciente ni una línea. Shakespeare es una excepción. Tienen mucha más potencia y lirismo sus dudas, interrogantes, afirmaciones o negaciones que sus argumentos.

En épocas desoladas y sin el menor deseo de consultar su exactitud en Internet hay expresiones de novelas y poemas que resuenan en tu deprimida cabeza. Pero es posible que las hayas deformado, que el autor no escribiera literalmente eso, lo que imaginas. Pero así es como lo interpreta tu ánimo. Por ejemplo, siempre atribuyo a Claudio Rodríguez, sin un cambio de coma o de palabra, lo de: "Si tú la luz te la has llevado toda, cómo voy a esperar ya nada del alba". También: "Ahora, que estamos en derrota, pero nunca en doma". Y son así en tu memoria. Y te ayudan, te consuelan, derraman bálsamo sobre las heridas. Y por supuesto, te la suda la transcripción fidedigna de las palabras del autor que refleja el puto ordenador.

A propósito de Céline, de ese fulano probablemente abyecto, chivato, paranoico, colaboracionista de nazis, cazador de judíos, al que debido a ello las instituciones de su país se niegan a conmemorar su deslumbrante escritura y la anarquía de su espíritu literario, siempre asocio la cita inicial de Viaje al fin de la noche, novela que devoré hace demasiados años, con "viajar es útil. Hace trabajar a la imaginación. Aunque todo conduzca al final de la noche". Pero a lo mejor me lo he inventado yo. Siguiendo con los chicos malos que describieron maravillosamente los desastres de su vida, la tortura permanente de su corazón, la imposibilidad de cambiar su destino, siempre tengo en mi cabeza a los atormentados y contumaces borrachos Malcolm Lowry, Scott Fitzgerald, William Faulkner y Raymond Chandler. Me da la gana imaginar que ellos escribieron cosas como: "Si le gusta este jardín que es suyo, evite que sus hijos lo destruyan", "me conozco a mí mismo, gritó, pero eso es todo", "cuando bebo, ocurren cosas", "entre la pena y la nada, elijo la pena" y "todo era triste, solitario y final".

Los anteriores hablaron incomparablemente de sus ángeles y sus demonios elaborando ficciones. En el caso de Lowry, ese tembloroso habitante del volcán, el mejor retratista de las subidas y bajadas, lucidez extrema y delirios, autocompasión y desgarro, evocación y culpa, alegría y desolación, que marcan el universo interior de un alcohólico, no hay duda de que esa confesión es en primera persona, de que el Cónsul se llama Lowry, de que Yvonne salvó de las llamas esa novela escalofriante. Y ninguno de estos escritores tan profundos y doloridos, que jamás pudieron ponerse de acuerdo con la vida, violaron la ley, se limitaron a sobrevivir como pudieron, algunos bastante tiempo.

Hay otros que la transgredieron, pisaron las cárceles, alcanzaron reconocimiento, fama y honor contando sus tragedias. El extraordinario James Ellroy solo lo hizo en su feroz autobiografía Mis rincones oscuros, pero el delincuente voyeur, el volcánico huérfano de la asesinada puta La Dalia Negra late en todo lo que escribe. Jean Genet reivindicó el oficio de ladrón y el sadomasoquismo con poéticos chaperos. El yonqui William Burroughs le voló la cabeza a su señora y construyó parábolas frías, alucinadas e hipermodernas sobre el opresor sistema. El borracho Bukowski se hizo rico narrando con gracia ocasional pero insoportablemente repetitiva sus proletarias, existencialistas y sórdidas penas. Edward Bunker suena a auténtico, a verificable dureza relatando una vida que casi siempre ha estado entre rejas. Es el que mejor me cae entre los delincuentes salvados por la escritura. Genet, Burroughs y Bukowski son flores del mal, de acuerdo, pero solo por un día, una moda glorificada por los modernos de cualquier época. Ni la menor nostalgia por revisitar en mi maltrecha biblioteca Diario del ladrón, El almuerzo desnudo y Escritos de un viejo indecente. Haber compartido adicciones no implica reconocer como arte la experiencia escrita de tanto colgado profesional. O mediático, como dicen ahora.

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