_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Desorden en la biblioteca

Desconozco la soberbia de las grandes bibliotecas. La mía está fragmentada, se divide en dos estancias distintas de la casa y se organiza, además, de la peor manera. En ella no hay espacio para la vanidad. Y no porque el propietario esté a salvo de eso, sino porque la disposición de los libros viene guiada por el azar. Toda la ficción está en mi lugar de trabajo, como si la cercanía de autores excelentes pudiera ayudarme a la hora de escribir. En cambio, todo lo que no es ficción -historia, política, arte, divulgación científica y bastante economía- se encuentra en el salón. Cualquier persona que nos visite y examine la librería del salón no podría adivinar la más mínima querencia literaria entre nosotros.

Caigo en la cuenta de que mis autores favoritos, a los que regreso con frecuencia, están en lugares inaccesibles. Para empezar, el estudio sólo dispone de luz indirecta, de modo que descifrar títulos y autores resulta complicado. Pero además los que me gustan, los que verdaderamente importan, descansan en lejanos acantilados, más allá de toda clase de accidentes geográficos. Borges se oculta tras una decorativa escalerilla coronada por un florero atiborrado de flores artificiales. Albert Camus, en el extremo superior izquierda de un paño de libros que sólo alcanzo de puntillas. Los cuentos de Nabokov y Cortázar, de Ribeyro, Arreola y Scott Fitgerald, tras un sillón y una lámpara de pie. Y algunos de mis poetas favoritos, como el Panero cuerdo, Martínez Mesanza o Philip Larkin, se esconden a la altura de las suelas de los zapatos: tomarlos y deslomarse es todo uno. Eso por no hablar de los libros de amigos, que cuando vienen a casa se buscan de reojo y nunca logran encontrarse, lo cual quizás les lleve a imaginar que mis encendidos elogios fueron fruto del cinismo. Pero nada más lejos de la verdad: por razones que desconozco, mis autores preferidos se vuelven invisibles, acceder a sus volúmenes exige ejercicios de contorsionista.

Esto también afecta a la biblioteca no literaria, la del salón, aunque en ella está el único sector cuya disposición sí es premeditada: como son escasas mis lecturas afines al pensamiento oficial, he puesto en un lugar discreto a ciertos pensadores (liberales, agnósticos) y en uno aún más discreto a algunos otros (conservadores, católicos), consciente de que mi maltrecha reputación es susceptible de empeorar.

Recientemente, un joven escritor (de los mejores, sin duda, de su generación), visitó por primera vez mi casa. Sólo después de la cena y de la larga tertulia, antes de despedirse, se acercó a la librería con ánimo de curiosear. Y lo hizo, como es obvio, examinando lo que tenía más a mano. Pues bien, allí encontró (ostentosa, casi exhibicionista) mi abultada colección de manuales para dejar de fumar. Y decidí no decir nada: al fin y al cabo, hay cosas que no se pueden explicar.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_