Palos de ciego
El 1-1 ha sido engañoso. En realidad, el Real Madrid goleó al Lyon con dos tiros al poste, un penalti no pitado y un gol del denostado Benzema. Y ya son tres las dianas decisivas del delantero centro fantasma que ponen en solfa el criterio de su displicente entrenador.
"Tiene uno en el banquillo", le había recordado Valdano cuando Mou reclamaba a los cielos y exigía a Florentino, bajo amenaza de irse en junio, un delantero centro más y no "un conejo". Le compraron otro. No un conejo, sino un delantero cazador. Ahora, a Dios rogando y la chequera deshojando, ya solo le falta un árbitro que le deje tocar el pito. Pero no es de esto de lo que quería hablar, aunque precisamente este sea mi irrisorio cometido: emular a Plutarco y, como si fueran Alejandro y Julio César, confrontar a retazos, en un dueto de semblanzas, las peculiaridades paralelas de dos entrenadores de fútbol. Uno juega a las tabas con las estrellas del cielo en la veneciana isla cementerio de San Michele. El otro es la estrella que, entre rutilantes estrellas, con mayor fulgor resplandece a ras de hierba en el mausoleo del Bernabéu.
"Para ejercer con éxito el oficio de entrenador no es imprescindible acaparar protagonismos", dijo la voz
Junto a la merecida admiración que tanto el vivo como el muerto suscitan, ambos provocan un tipo de veneración sospechosa, próxima a la más gregaria de las adhesiones, como si en lugar de deportistas profesionales se tratara de caudillos al mando de huestes triunfadoras. Su ambición personal y autoritaria actitud justifican el parangón. Como Mourinho con sus perentorias exigencias, Helenio Herrera solía afrontar, cuando no afrentar, a los presidentes o directivos del club que, habiéndole contratado, se interponían a su voluntad de controlarlo todo. En una ocasión, antes de dimitir, llegó a zarandear al marqués de la Florida, presidente a la sazón del Atlético de Madrid, equipo con el que había ganado dos Ligas. No voy a enumerar sus sucesivos logros y trifulcas en Sevilla, Barcelona o Roma. Baste saber que, apenas llegado al Inter de Milán, cambió desde el médico del equipo al chófer del autocar. Allí, su talante dictatorial despertó en algunos ciertas inconfesables añoranzas de las que él no era consciente y, desde luego, no compartía ni cultivaba. Por supuesto, no se pueden relacionar las residuales nostalgias fascistas de la Italia de los años sesenta, donde el advenimiento de un Berlusconi ya se podía presuponer, con la mesiánica acogida dispensada en España a un Mourinho como redentor del Real Madrid. Pero el peligro de exacerbación subyace y los gestos extemporáneos nada contribuyen a mitigarlo. En este aspecto, nuestros dos personajes son tal para cual. Sin embargo, en dos o tres cosas se diferencian: Helenio Herrera no menospreciaba a sus colegas ni a sus jugadores y nunca asumía el papel de víctima. Por el contrario, en lugar de lamentarse, siempre trataba de sacar ventaja de la desventaja.
Mi diatriba debió de importunar a alguien porque una voz, venida de no sé dónde, con la monocorde resonancia del ordenador HAL 9000 de 2001, se dejó oír: "Convendría advertir a los lectores", dijo, "que para ejercer con éxito el oficio de entrenador no es imprescindible acaparar protagonismos con el enrevesado pretexto de atraer sobre sí los rayos y truenos que uno mismo desencadena. Ejemplos hay en la memoria, y a simple vista, de que se puede ser un gran profesional sin perder la compostura. Pero, sobre todo, no debemos olvidar que los verdaderos responsables de que los mayores histriones recaben más fama y audiencia son los periodistas de tres al cuarto como usted, que no distinguen entre informar y mitificar. O, si lo prefiere, mitificar y entontecer".
El varapalo me pilló a contrapié y la voz se extinguió sin que yo acertara a responder. Con perplejidad, deduje que las palabras solo podían provenir del interior de una lata de cerveza vacía y depositada en el suelo. Propiné una patada a la lata. La mujer invisible aplaudió mi falta de contención y estilo. A su juicio, la voz de la lata era la de Lotina, sugirió con retintín. Y, en un torpe alarde de deplorable mala uva, me informó de que el Madrid había ganado en A Coruña por dos palos a cero. Pero en esta ocasión el conejo Benzema no encontró la madriguera.
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