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Columna
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El libro robado y empeñado

Los pronósticos son desalentadores. El libro, los impresos en papel tienen el tiempo contado a causa de la vigorosa irrupción de Internet. El tramo desde el pergamino a la celulosa fue lento, y extinguiéndose el siglo XV, la manipulación era entregada a los monjes -que tenían más tiempo disponible que otros mortales- y el señor Gutenberg nos regala la imprenta y la posibilidad de hacer muchas copias de cualquier texto. Así fuimos en busca de la perfección, el gramaje del papel, su satinado, la cuatricromía e incluso la incorporación del arcoíris en los tonos y matices de los volúmenes reproductores de obras de arte.

El libro fue vehículo cultural hasta que los demagogos despojaron al saber de su carácter elitista, para servirlo al pueblo, que se defendía tras el consolador analfabetismo. Habría que darle la vuelta al dicho: el que no sabe es como el que no ve. Y así como los caballeros no trabajaban con sus manos, pero morían en las guerras, los campesinos y proletarios vivían una existencia con horizonte muy cercano y pocos incentivos.

El libro era un artículo de lujo. En el 80% o 90% de las casas no había, ni uno, ni el 'Quijote'

El libro era un extraño artículo de lujo. En el 80% o 90% de las casas no había un solo ejemplar, ni del Quijote, penuria pareja a la de comer carne no más allá de dos o tres veces al año, considerar el pollo como un manjar de escogidos y colocar al huevo de gallina en estratos inalcanzable. "Cuando seas padre, comerás huevo", escuché más de una vez en mi lejanísima niñez.

Volvemos al litro, amenazado con la desaparición. Lo dudo, pero es una apreciación voluntarista. Sospecho que avanza un rodillo igualitario -por abajo, como siempre- que roerá la cultura y nos confinará en el conocimiento de chismes televisivos y discusiones salariales. Amo los libros con tolerancia, sin fanatismo, como herramientas de mi trabajo y el adquirido placer de leerlos y me gustaría encontrar argumentos en su defensa. Pensé que en el periódico, en los márgenes podemos escribir un número de teléfono, una observación interesante que en el ordenador habría que teclear y archivar en lugar determinado. En aquellos márgenes subrayamos lo interesante, añadimos leña al argumento, se nos ocurren mejoras o rectificaciones, algo que yo procuro hacer con lápiz por respeto reverencial.

Últimamente se me ha ocurrido otro destino insustituible: puede ser robado, sustraído, prestado. Nadie entregaría su ordenador para que nos enteráramos de algo, pero no es difícil que nos presten un libro. Ha habido históricos desvalijadores de bibliotecas privadas. El escritor y periodista César González Ruano exageraba al decir que sus estanterías estaban repletas de libros afanados o prestados que jamás pensé en devolverlos. Un queridísimo amigo y maestro fue Eugenio Montes, orfebre del idioma que sabía tañer con experta sabiduría, hoy casi completamente olvidado. Hombre poco mañoso para las tareas cotidianas tenía una fulminante técnica para apoderarse de los libros que le interesaban igualada por pocos. En aquella gran amistad venía por mi humilde casa y curioseaba entre los libros que pertenecían a mi familia política. Sistemáticamente, como un relámpago, sustraía el Elzevir o el Aldo Manuccio, no por su valor comercial sino por la codicia de poseerlo. Le cogimos el tranquillo y antes de que se fuera, registrábamos el abrigo o gabardina que dejaba a la entrada, recuperábamos el volumen y nunca, ni él ni nosotros aludíamos a la repetida pantomima.

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Otro campeón que conocí, quise y admiré fue Álvaro Cunqueiro, uno de los mejores escritores en castellano y en gallego, de fértil, emocionante y poderosa imaginación. Álvaro se especializó en los establecimientos comerciales y solía salir de la Casa del Libro, en la Gran Vía, con unos cuantos bajo el brazo, sin pasar por caja.

Para terminar, los estudiantes de otras épocas, entre los que me encontraba, no concebíamos mejor destino para los libros de asignaturas ya aprobadas, que venderlos en Doña Pepita o sus competidores, instalada en la justamente llamada calle de los Libreros, con tabucos desperdigados por Tudescos, la Flor, Silva y rúas aledañas de la Universidad de San Bernardo y el Instituto Cardenal Cisneros. Allí de segunda mano, al comienzo de curso, los volúmenes necesitados. ¿Se concibe una especie de casa de empeños con los portátiles o de mesa zarandeados cada poco tiempo? El libro lo aguanta todo. Hasta ser leído.

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