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Columna
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Democracia conmemorativa

Vivimos en una democracia conmemorativa. Mañana toca el 30º aniversario del golpe del lunes 23 de febrero, cuando una tropa, reclutada de ocasión por el enrabietado teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, secuestró al Gobierno y a los diputados mientras el Pleno del Congreso celebraba la votación nominal para la investidura por mayoría simple del candidato de UCD, Leopoldo Calvo Sotelo. El relevo en la presidencia del Ejecutivo traía causa de la dimisión el 29 de enero del masacrado Adolfo Suárez, contra el que se había proclamado el vale todo, consigna a la que se había sumado incluso el sector crítico de su propio partido. Aquella situación, con terroristas y golpistas interaccionando, permitía que cada día se hablara de opciones de recambio a base, por ejemplo, de un Gobierno de gestión encabezado por Alfonso Osorio o, incluso, por un general aceptado por las fuerzas parlamentarias. Era la placenta del golpe que tan bien ha descrito Javier Cercas en su libro Anatomía de un instante.

Algunos han calculado la ventaja en las ventas que podría proporcionarles acusar al Rey

Así que 30 años después, invadidos por esa obsesión conmemorativa, sobre todo centrada en nuestras derrotas o en nuestras anomalías, la prensa se desborda en presentar testimonios, cultivar el morbo o presentar enigmas a partir de hechos como los del 23-F que, pese a su rotundidad, han querido tergiversarse con tanta frivolidad interesada como descaro. Nuestro gusto por el desastre nos llevó a conmemorar el centenario del 98 cuando la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas casi con otro, entusiasmados como estábamos con agigantar nuestras dificultades. De otras afecciones nos hemos curado y, por ejemplo, hemos dejado de conmemorar el golpe del general Pavía, que irrumpió también con algunos guardias civiles en el Congreso a las siete de la mañana del 3 de enero de 1874, tras votarse la moción de confianza presentada por Castelar, que salió derrotada por 110 votos en contra frente a 101 a favor.

El rito conmemorativo del 23-F permanece invariable y mañana asistiremos a misa mayor en el Congreso con asistencia rogada a quienes entonces ocupaban los escaños. En realidad, lo del 23-F se veía venir. Recuerdo cómo un buen amigo periodista, que entonces dirigía Diario 16, había procedido un año antes, el viernes 25 de enero de 1980, a dar cuenta de los preparativos que se estaban tramando. El titular de primera página a cuatro columnas decía: "Una intentona militar ha sido abortada en Madrid". Y aclaraba: "Por ello fue cesado ayer el jefe de la División Acorazada, general Luís Torres Rojas". Entonces el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, prefirió optar por el disimulo y se limitó a destinar al golpista al Gobierno Militar de La Coruña, mientras al periodista se le incoaba un consejo de guerra a la mañana siguiente, pese a ser sábado, día inhábil en los juzgados militares. Así, el general pudo proseguir sus conspiraciones mientras el periodista terminaba poco después destituido por el editor del periódico. Una vez más se demostraba que hay cautelas desastrosas que envalentonan a quienes vulneran la disciplina. Como en tantas otras ocasiones, con una mentalidad sumarísima, se culpaba al Gobierno legítimo de las barbaries tramadas por sus enemigos más encarnizados.

Algunos han calculado la ventaja en las ventas que podría proporcionales acusar al Rey y han cultivado esa vertiente. Pero el comportamiento del monarca estaba marcado por escarmientos indelebles. El primero, incrustado en sus propios antecedentes familiares, porque su abuelo Alfonso XIII, que apostó por el golpe del general Miguel Primo de Rivera, perdió la corona en 1931 al poco de caer la dictadura. El segundo, en su mismo entorno generacional, porque su cuñado, Constantino de Grecia, terminó en el exilio después de haber flirteado con el golpe de los coroneles en 1967. Don Juan Carlos supo siempre que, como soberano, su éxito era inseparable del logro de transmitir la corona a su heredero. El factor duración ligado a las sucesivas generaciones es indisociable de la monarquía, mientras que los políticos o los militares se miden por otros baremos sin esa proyección sucesoria. A esas alturas de 1981, el Rey había recorrido una trayectoria de renuncias a los poderes excepcionales recibidos, sabía que la monarquía solo perduraría bajo la Constitución de todos, y había hecho encaje de bolillos para que las Fuerzas Armadas dejaran de ser los Ejércitos de Francisco Franco y se convirtieran en los Ejércitos de España y el respaldo a su política exterior.

En otra ocasión habrá que analizar la actitud de algunos generales como Alfonso Armada o Jaime Miláns del Bosch, proclamados monárquicos que querían una institución a la medida de su cortedad y estaban dispuestos a sacrificarse para ser presidente del Gobierno o de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Al final, querían defenderse alegando la necesidad de impedir la división del Ejército. Pero del Ejército ya se habían separado los golpistas de manera irremediable. Como en 1936, cuando procedieron al asesinato de sus compañeros al mando. Continuará.

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