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Columna
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Qué fue de la ética

No tengo certeza de cuándo se produjo ese momento. El caso es que llegó un día en que la mujer del César dejó de importarnos lo que pareciera. Y la moral y la ética, esas normas de convivencia tan difíciles de definir, dejaron de tener importancia en política. De un tiempo a esta parte la mujer del César, e incluso el César, puede hacer lo que le venga en gana, ya que pocos van a censurárselo, y muchos, van a salir en su defensa.

Hubo una vez una época donde un político inmerso en una polémica presentaba su dimisión para defender su honorabilidad y no poner en duda la institución a la que pertenecía con una maraña de acusaciones. Algunos de los afectados, años después, recuperaban su honor, pero casi nunca retornaban al cargo. Era el precio a pagar por la decencia personal y por la defensa de los valores democráticos, entre ellos, el de su propio partido. Había una clara línea que separaba la presunción de inocencia desde el punto de vista de la Justicia de la presunción de decencia en la política. Porque las cosas pueden ser legales y no éticas, e incluso éticas pero poco estéticas. Todas, sin embargo, provocaban una reacción de rechazo moral de los ciudadanos. Y de los políticos.

Aunque la reflexión sobre la ética viene de la antigua Grecia, no ha sido hasta hace unos años cuando se ha desarrollado una práctica en los partidos políticos que parte de una premisa intolerable: la Justicia, además de velar por la legalidad, es la única que, con sus sentencias, puede establecer la medida de la moral, de la ética e incluso de la estética. Por ello, la mujer del César ya no tiene que parecerlo, tiene que estar condenada para no serlo. Y ni tan siquiera vale una condena cualquiera. Hoy en la política, hay condenas asumibles y hasta condenas tolerables.

El día que dejó de importar lo que pareciera la mujer del César, muchos políticos establecieron una vara de medir para los suyos y otra para los demás, al igual que optaron por establecer una unidad de medida para la ética y para la estética. Desde ese instante, en cuestiones de decencia dejaron de ser lo mismo cuatro trajes que cuatro coches, los ERE que los seres, e incluso las verdades que las mentiras. Por las rendijas de esta práctica política tenemos en España a Francisco Camps, presidente de la comunidad autónoma de Valencia y autoproclamado candidato a la reelección, supeditando su ética a la lentitud de la Justicia y a la importancia de unos regalos. O a un partido político, el PSOE, que sustenta el Gobierno de Andalucía, manteniendo en sus cargos políticos a unos dirigentes que, en su etapa de miembros del Ejecutivo, no lograron descubrir una trama de falsos prejubilados pagados con dinero público que se coció en sus propios departamentos. Y eso, por ponerme en el mejor de los casos.

Por los agujeros de la estética se ha colado también, en los últimos días, el concejal de Urbanismo de Málaga que adjudicó la gestión de una piscina a dos empresarios. El primero, un amigo íntimo de su hermano. El segundo, un constructor al que le compró, a buen precio, su vehículo todoterreno. Como no hay dos sin tres, en la historia aparece otro empresario, presunto mediador del concurso, que le facilitó los trabajadores que luego hicieron unas obras de remodelación en su vivienda. El edil afectado ha hecho público los pagos que acreditan la supuesta legalidad de todo, pero no tiene un único argumento que avale la estética en nada.

Los tres casos relatados tienen un denominador común, las centurias de romanos que han salido para defender la honorabilidad del César, de la mujer del César, y de la tropa que rodea al César. Alguien me podrá reprochar que estos asuntos no son comparables. Pero entonces, ese alguien tendrá que admitir que ha aceptado medir la ética. Y que la moral y la estética han pasado a depender de la administración de Justicia.

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