Palabras
Ana Botella dijo que la calidad del aire en Madrid es la mejor de la Historia (la mayúscula es mía, aunque en este caso, sin duda, la realidad no supera a la ficción). José Bono recibió a Obiang diciendo que son más las cosas que nos unen (a los españoles con los guineanos, acoto yo de nuevo, no a él con su dictador) que las que nos separan. Desde que se presentó como un nuevo partido democrático, Sortu insiste en subrayar que aplica el verbo rechazar (que no aparece en ningún diccionario como sinónimo del verbo condenar) a la violencia de todo tipo, incluida la de ETA. Al dirigirse a los manifestantes de la plaza Tharir, Hosni Mubarak los llamó hijos, proclamó que había escuchado su mensaje, y asumió sus reivindicaciones de cambio (que se concretan en una sola, ¡Mubarak, vete ya!) como un compromiso que le impulsaba a permanecer en el poder.
Desde las meteduras de pata más chistosas a los malentendidos inocentes, desde la perversión conceptual hasta la expresión formal de la tiranía, todas las historias, con mayúscula o con minúscula, se cuentan con palabras. Solo puede pensarse aquello que se dice, porque todo lo que existe tiene un nombre. Por eso, los silencios, las omisiones, las lagunas y, sobre todo, los errores, pueden llegar a ser tan elocuentes como las oraciones en las que se insertan. Todos nos equivocamos todos los días, pero al decir cosas importantes, solemos ser conscientes del significado de las palabras que elegimos. Nadie equivoca sus intenciones, ni a su interlocutor, cuando dice te quiero o esto nunca te lo perdonaré.
Aunque parece que ellos no se dan cuenta, el principal problema de los políticos no es la economía, ni el paro, ni las encuestas, sino el desprestigio de su función. Mientras sigan escogiendo palabras equivocadas, los ciudadanos seguirán pensando que lo que dicen no es importante.
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