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Columna
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Así están las cosas

Esta semana, hemos sabido que la Universidad Autónoma de Barcelona había negado el honoris causa a los historiadores Jordi Nadal y Josep Fontana. Los profesores de las facultades de Letras y Económicas consideraron que ninguno de los dos historiadores reunía méritos suficientes para alcanzar la distinción. Para quienes conozcan la trayectoria académica de Nadal y Fontana, la decisión habrá resultado paradójica. No lo es tanto si consideramos el momento actual de nuestra Universidad. El esfuerzo realizado para convertirnos en una universidad de masas ha sido enorme, y se ha hecho a costa de rebajar la calidad. Es probable que las cosas no pudieran resolverse de otra manera, dada la realidad social del país. En cualquier caso, carreras académicas como las de Nadal o Fontana serán cada día menos frecuentes, porque no es lo que la sociedad demanda.

Cada vez que se difunde un informe Pisa, leemos decenas de artículos lamentando la situación en que se encuentra nuestra enseñanza. Para remediarlo, los articulistas nos proponen imitar los modelos que aplican las naciones mejor valoradas. Jamás nos dicen cómo podríamos llevar a cabo tal cosa. En contra de lo que suele pensarse, la enseñanza no es una técnica o un libro de instrucciones que puedan aplicarse aquí o allá, según convenga. La enseñanza de un país no puede ser distinta de la sociedad de ese país, de sus creencias, de sus valores, de sus expectativas. Y al día de hoy -digan lo que digan las ampulosas palabras de nuestros gobernantes-, el saber, la inteligencia, no están valorados entre nosotros. La sociedad tiene otras preferencias. Para comprobarlo, basta mirar a nuestro alrededor y extraer consecuencias.

A esta situación se ha llegado por diversos caminos, pero en todos ellos han sido los políticos son quienes más han trabajado para que tal cosa se produjera. Al político que ha hecho de su actividad una profesión, un modo de vida permanente, sólo le preocupa el corto plazo, aquello que puede reportarle un beneficio, es decir, unos votos, en las próximas elecciones. Lo que no entra dentro de este limitado horizonte, no se tiene en cuenta, se ignora, cuando no se combate por un interés partidista. Estas conductas son las que calan en la sociedad y se generalizan hasta que son aceptadas.

En la Comunidad Valenciana, podemos apreciar esto de un modo más acusado por su proximidad y abundancia. Acabamos de ver como la Universidad de Valencia ha debido concluir en solitario la edición de las obras completas de Luis Vives que comenzó veinte años atrás. El proyecto, iniciado en 1992, fue desechado por el Partido Popular en cuanto llegó al poder. A Eduardo Zaplana -que presumía de amistad íntima con el jesuita Batllori-, la figura de Vives no le resultaba de interés porque no iba a proporcionarle ningún voto. Mucho menos, la edición de sus obras. El político que despilfarró millones de euros en las empresas más descabelladas, no quiso malgastar unos miles en la edición de Vives.

Tampoco la figura de Rafael Altamira despierta el entusiasmo del Ayuntamiento de Alicante. Los intentos realizados por la comisión del Año Altamira para lograr la participación del Ayuntamiento, no han tenido resultado. A la propuesta de situar un busto del escritor frente al edificio de la Universidad de Alicante, que lleva su nombre, Miguel Valor ha dicho que la Concejalía de Cultura no tiene dinero. Un hombre que viajó a Egipto meses atrás para donar una escultura (?) de Víktor Ferrando, o que llena Las Cigarreras con cantantes, semana tras semana, no tiene dinero para honrar a Altamira. Así están las cosas.

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