No pasa el tiempo
Es una de las Time Plays de J. B. Priestley, esas piezas sobre la naturaleza del tiempo (sucesión lineal o simultaneidad de sus formas) en las que este no deja de jugar con el espectador a base de sueños premonitorios, déjà vus, o tramas que se saltan la cronología de los hechos. Un juego, el del tiempo, cuyas posibilidades los guionistas de Hollywood conocen muy bien, pues las siguen explotando para idear series televisivas de gran audiencia. Priestley, influido por las teorías de J. W. Dunne y P. D. Ouspensky, desarrolló sus Time Plays en las décadas de 1930 y 1940. An Inspector Calls sitúa la acción mucho antes, en 1912, y adquiere, para mayor enganche, forma de thriller.
Goole, un misterioso inspector de policía, interrumpe una cena de celebración de una familia acomodada, los Birling, con el propósito de investigar las causas del suicidio de una joven. Preguntas seguidas de evasivas que se despliegan en confesiones y culpas tejen una trama de suspense en la que lo único que sorprende en estos tiempos de CSI, con sus cada vez más perfeccionadas pruebas acusatorias, es que, sabiendo como saben que se trata de un suicidio, todos ellos caigan en la trampa de contar su relación con la joven y se impliquen en su muerte. Y hasta ahí puedo contar porque nada es lo que parece y no se trata tampoco de aguar la fiesta a quien no conozca el desenlace de la obra. La cuestión es que esta sigue funcionando y entreteniendo a un espectro muy amplio de público, aunque durante la función del sábado por la tarde algunos optaran por roncar a pierna suelta. Josep Maria Pou es el director y el protagonista del montaje. Ha llevado a cabo una puesta en escena clásica, con escenografía y vestuario de la época, un poco al estilo de la serie británica Arriba y abajo, sin más aportaciones que el eficaz grupo de intérpretes que lo secundan. Como inspector, asume el papel con comedimiento y cierta distancia, puede que un tanto exagerada, que lo sitúan entre la superioridad respecto a los demás y el estoicismo ante sus reacciones, pero que queda justificada al final de la función cuando el público vislumbra la esotérica identidad de su personaje. Carles Canut y Victòria Pagès, el matrimonio anfitrión, ejercen bien de contrincantes y le plantan cara con aplomo y buenos modos. Algo menos convincentes resultan Paula Blanco y David Marcé, como Sheila y Eric, los hijos; muy upper-class, sin embargo, el prometido de Sheila, un Rubén Ametllé con bigotito a quien fácilmente nos podríamos imaginar en Eaton Place.
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