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Columna
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¿Quién teme al alcalde feroz?

En el fondo de armario argumental de cualquier político, por precaria que sea su formación, figura lo de "en estos tiempos en que se diluyen las fronteras". Pues bien, no hay frontera más firme ni mundo más aparte que lo municipal en España. Un ejemplo: en una sociedad democrática normal, el cómo ponerle punto final a 40 años de terrorismo debería ser un objetivo político esencial, pero en esta el debate real es si al llamado entorno de ETA se le deja presentarse a las municipales. Otro: en la escasa trayectoria democrática española, los tránsfugas han recibido en general la versión mediática del trato que P.J. O'Rourke proponía para el dictador filipino Marcos: ser clavado por las orejas a un parachoques y arrastrado por las calles. Excepto que el ámbito del tránsfuga sea el municipal, en cuyo caso es tratado como un héroe de la gobernabilidad por su partido, que siempre tiene los brazos abiertos para acogerlo.

Feijóo confunde la puesta en libertad de los detenidos con la absolución de los cargos que se les imputan

De la misma forma, en el llamémosle debate sobre la actual configuración administrativa de España y la reducción de lo que los economistas pijos llaman "grasa" (autoasignándose el "cerebro"), no se menciona para nada la necesidad de racionalizar las corporaciones locales, la red institucional menos racional en origen (al menos en Galicia), la que ha quedado más obsoleta y la que causa más desigualdad entre los ciudadanos. Las necesidades de los vecinos son similares, vivan en donde vivan (por mucho que pueda sorprender a los urbanitas), pero entre las administraciones que deben satisfacerlas en el plano inmediato hay tantas diferencias como entre la República de San Marino y la de los Estados Unidos de Norteamérica. En una conversación distendida con Paco Vázquez en la que él intentaba convertirme -en sus propias palabras- del autonomismo al municipalismo, yo le reconocía que las instituciones locales deberían tener la capacidad -los fondos, vamos- de prestar los servicios esenciales a los vecinos, pero que hablar de ayuntamientos, en general, era una entelequia. A 30 kilómetros de A Coruña, una ciudad que en el contexto europeo en que se supone que estamos podría gestionar su aeropuerto (otra cosa es si lo necesita), hay ayuntamientos que no pueden ni disponer de un guardia municipal.

Es decir, por un lado, lo municipal parece impermeable a buena parte de los parámetros democráticos, como ha comprobado, no sé hasta qué punto con sorpresa, el mismísimo Alberto Núñez Feijóo, que recién estrenado clamó contra el localismo y el caciquismo con la misma convicción con la que las misses invocan la paz en el mundo (y poniendo el mismo esfuerzo en conseguirlo y obteniendo parecido resultado). Por el otro, está presidido por una penuria que genera un ansia de propiedad similar a la que tenía el Golum por el anillo en la trilogía de Tolkien. Recuerdo un debate sobre equipos de normalización, en el que un alcalde del PP de un municipio rural, por mucho que su militancia partidaria y el práctico monolingüismo de sus administrados parecía presuponer lo contrario, se mostró categóricamente reacio a compartir con otros ayuntamientos el normalizador del que disponía.

Esta mezcla de impunidad y escasez de medios es el caldo de cultivo donde crecen aquellos emprendedores fieles al viejo lema mexicano: yo no quiero que me den, quiero que me pongan donde hay. Y lo que hay es la construcción, ese mundo regido por las corporaciones locales, pese a los nefastos resultados visibles y al carácter delictivo de los invisibles. Cuando esos presuntos efectos invisibles salen a la luz, mediática o judicial, como estos días en la Costa da Morte, la reacción ha sido reforzar esa singularidad de lo municipal. En el caso que nos ocupa, el PP gallego ha seguido la máxima que preconizaba John Galsworthy (el de La saga de los Forsyte): "Sólo hay una regla para todos los políticos del mundo: no digas en el poder lo que decías en la oposición". Feijóo ha confundido, supongo que involuntariamente, la puesta en libertad de los detenidos con la absolución de los cargos que se les imputan, y ha olvidado no sólo aquella apuesta por la transparencia que hizo en su transición de candidato a presidente, sino la exigencia de dimisión fulminante que su partido reclamó hace nada cuando el imputado en libertad era de otro partido (el teniente de alcalde del BNG en Ourense, Andrés García Mata que, en efecto, dimitió de inmediato).

Esto no es un llamamiento a la ética en la política. A buenas horas. Hace ya casi 20 años, alguien dijo: "La elección ética es sólo un aspecto más de la manera de relacionarse uno con el mundo y consigo mismo. Los corruptos saben muy bien que sus operaciones no son éticas, lo que les puede es su pasión por ganar dinero. El freno ha de ser externo: la denuncia, la prensa, los jueces". Era Luis Valls Taberner, el histórico presidente del Banco Popular, que de dinero algo debía saber.

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